sábado, 28 de agosto de 2010

Tengo un imperio...

Tengo un imperio de ego y terror, esplendente de decadencia. Si vienes en busca de la Angustia, entra: la hallarás aquí; entra, entra si te atreves. Es un imperio… que surgió cuando se construían castillos en el aire. Ese tiempo tal vez pasó antes de mí, tal vez pasó después del caos y antes del orden… tal vez ese tiempo jamás existió. Aún así, yo lo construí, cuando se hacían castillos en el aire. En él nunca hubo reyes ni mandatos, en él la enfermedad y el libertinaje blasonan sus puertas. Se halla en una región extemporal e infraterrena, y vive y respira, y su aliento es éter y sus muros son mercurio. Es muy fácil perderse, porque, todo el tiempo que estoy en él (y eso es siempre) las estancias crecen y se tuercen, y a veces cambian de posición o de lugar; otras, surgen nuevas puertas que conducen a otros pasillos, y que en ocasiones regresan a la misma habitación.


Antes, había un gran pájaro azul con plumas de hierro cortante y una canción elegíaca que se posaba doliente sobre mi hombro y se alimentaba de las amapolas, los abrojos y las malas hierbas creciendo en los resquicios. La soledad y yo nos amábamos y nos alimentábamos uno de otro, y de los muros del castillo que habíamos creado. Tengo un imperio de ego, terror y artificio, donde las torres se han caído de tedio y sus famélicos y enfermos habitantes ya no pueden consumir los muros que se desplomarían, demasiado ruinosos ya, y que cada segundo se corroen ante mis ojos hastiados. La soledad se hastió de mí como yo me hastié de ella; tengo suficiente con mi propia sangre y mi propio veneno verde y negro. El pájaro azul de las plumas como bisturís, comenzó a oscurecerse, gradualmente, mientras la crónica enfermedad que había contraído renovaba sus plumas desde dentro, sin tirarlas, sólo haciéndolas mutar; y el ave se depauperaba y lanzaba súbitos trinos agónicos con su dulce voz de elegía, que comenzaba a tornarse áspera, hasta devenir en graznidos cada vez mas acérrimos. Ahora sonrío cruelmente cuando el macilento pájaro endrino, casi negro, se posa sobre mi hombro y se fatiga, lanzando sus fúnebres y perversas notas que ahora espurrean venablos, atosigados con el odio que succionó de mí una vez, con la probóscide que oculta en su garganta; el odio que en su interior creció como un parásito, aún unido a su fuente en mí, y que fue el origen de su enfermedad. Sonrío cruelmente, porque su azul me comenzaba a exasperar, pareciéndome demasiado natural. Sonrío y le clavo los dientes en las alas, y me fatigo.


Arrastrando mi apatía y mi inexplicable cansancio, miré los trozos de oro engastados en el mercurio; mientras los muros se rompían, el oro me produjo asco y aversión; entonces volví todos los elementos dorados, plateados, y después, cenicientos.


Tengo un imperio de ego, terror, artificio, esteticismo y absurdo. Las navajas endrinas y los espejos que obsesionan, las agonías sensuales y los envenenamientos delirantes, los retruécanos y el maquillaje, las sonrisas crueles que se mueren de hambre, observando criaturas andróginas y asexuales; la belleza enfermiza, las pasiones que perturban, el placer de la crueldad y la estética de las heridas, las hadas verdes, las pesadillas, las cenizas y la enfermedad... y los espirítus que se caen de fatiga y las torres que se caen de tedio... Lo hice cuando se construían castillos en el aire. Resplandece de decadencia... El éter voluptuoso y las ideas mercuriales.


ARTificial Absinthe


jueves, 26 de agosto de 2010

Guy de Maupassant - Suicidas

(Recuerda comprar libros, ¿qué será si no de las buenas editoriales que aun restan, las que se interesan primero por la literatura y despues por el lucro? Aún existen esas editoriales, por dificil que tal cosa sea de creer en esta epoca tan banal, tan horrendamente pragmática y a la vez tan ridículamente académica.
Quizás después haga un listado de ellas.)


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:
"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto --después de llamar inútilmente-- vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique --a los nerviosos y a los sensitivos, al menos-- la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.

"Mis padres eran gentes muy sencillas y crédulas. Yo creí en todo, como ellos.

"Mi engaño duró mucho. Hace poco, se desgarraron para mí los últimos jirones que me velaban la verdad; pero hace ya bastantes años que todos los acontecimientos de mi existencia palidecen. La significación de lo más brillante y atractivo se me presenta en su torpe realidad; la verdadera causa del amor llegó incluso a sustraerme de las poéticas ternuras.

"Nos engañan estúpidas y agradables ilusiones que se renuevan sin cesar.

"Envejeciendo, me había resignado a la horrible miseria de las cosas, a lo vano de todo esfuerzo, a lo inútil que resulta siempre la esperanza: cuando una luz nueva inundó el vacío de mi vida esta noche, después de comer.

"¡Antes yo era feliz! Todo me alegraba: las mujeres al pasar, las calles, mi vivienda, y aun la hechura de mis ropas constituía para mí una preocupación agradable. Pero las mismas ideas, los mismos actos repetidos, monótonos, acabaron por sumergir mi alma en una laxitud espantosa.

"Todos los días, a la misma hora, durante treinta años, me levanté de la cama; y todos los días, en el mismo restaurante, durante treinta años, a las mismas horas, me servían los mismos platos mozos diferentes.

"Me propuse viajar. El aislamiento que sentimos en ciudades nuevas, en residencias desconocidas, me asustó. Sentíame tan abandonado sobre la tierra, tan insignificante, que volví a tomar el camino de mi casa.

"Y, entonces, la inmutable fisonomía de los muebles, fijos en el mismo lugar durante treinta años, las rozaduras de mis sillones, que yo conocí nuevos, el olor de mi casa --cada casa que habitamos, con el tiempo adquiere un olor especial-- acabaron produciéndome náuseas y la negra melancolía de vivir mecánicamente.

"Todo se repite sin cesar y de un modo lamentable. Hasta la manera de introducir --al volver cada noche-- la llave en la cerradura; el sitio donde siempre dejo las cerillas; la mirada que al entrar esparzo en torno de mi habitación, mientras el fósforo se inflama. Y todo me provoca --para verme libre de una existencia tan ruin-- a tirarme por el balcón.

"Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza.

"Ni siquiera me complace tropezar con personas a las cuales veía con gusto hace tiempo; las conozco tanto que adivino lo que me dirán y lo que les diré; a fuerza de razonar con las mismas, descubrimos la ilación de sus ideas. Cada cerebro es como un circo donde un pobre caballo da vueltas. Por mucho que nos empeñemos en buscar otros caminos, por muchas cabriolas que hagamos, la pista no varía de forma ni ofrece lances imprevistos ni abre puertas ignoradas. Hay que dar vueltas y más vueltas, pasando siempre por las mismas reflexiones, por los mismos chistes, por las mismas costumbres, por las mismas creencias, por los mismos desencantos.

"Al retirarme hoy a mi casa, una insistente niebla invadía el bulevar, oscureciendo los faroles de gas, que parecían candilejas. Pesaba el ambiente húmedo sobre mis hombros como una carga. Seguramente hago una digestión difícil.

"Y una buena digestión lo es todo en la vida. Ofrece inspiraciones al artista, deseos a los jóvenes enamorados, luminosas ideas a los pensadores, alegría de vivir a todo el mundo, y permite comer con abundancia --lo cual es también una dicha. Un estómago enfermo conduce al escepticismo, a la incredulidad, engendra sueños terribles y ansias de muerte. Lo he notado con frecuencia. Es posible que no me matara esta noche, haciendo una buena digestión.

"Después de haberme acomodado en el sillón donde me siento hace treinta años todos los días, miré alrededor, creyéndome víctima de un desaliento espantoso.

"¿De qué medio valerme para escapar a mi razón macilenta, más horrible aún que la desordenada locura? Cualquier empleo, cualquier trabajo me parece más odioso que la acción en que vivo. Quise poner en orden mis papeles.

"Hacía tiempo que deseaba registrar los cajones de mi escritorio, porque durante los treinta últimos años había metido allí, al azar, las cartas y las cuentas. Aquel desorden llegó a preocuparme algunas veces; pero me sobrecoge una fatiga tal en cuanto me propongo un trabajo metódico y ordenado, que nunca me atreví a empezar.

"Esta noche me senté junto a mi escritorio y abrí, resuelto a preservar algunos papeles y romper la mayor parte.

"Quedeme de pronto pensativo ante aquel hacinamiento de hojas amarillentas; luego cogí una.

"¡Oh! Si aprecian en algo su vida, no toquen jamás las cartas viejas que guardan los cajones de su escritorio. Y si no pueden resistir la tentación de abrirlos, cojan a granel, con los ojos cerrados, los paquetes de cartas para tirarlos al fuego; no lean ni una sola frase, porque sólo ver la escritura olvidada y de pronto reconocida, los lanza en un océano de recuerdos; quemen esos papeles que matan; cuando estén hechos pavesas, pisotéenlos para convertirlos en impalpables cenizas... Y si no lo hacen así, los anonadarán como acaban de anonadarme y destruirme.

"¡Ah! Las primeras cartas no me han interesado; eran de fechas recientes y de personas que viven y a las que veo, sin gusto, con alguna frecuencia. Pero, de pronto, la vista de un sobre me ha estremecido. Al reconocer los rasgos de la escritura se han cubierto mis ojos de lágrimas. Era la letra de mi mejor amigo, del compañero de mi juventud, del confidente de mis esperanzas. Y se me apareció tan claramente, con su bondadosa sonrisa, tendiéndome las manos, que sentí un escalofrío penetrante; hasta mis huesos vibraron. Sí, sí; los muertos vuelven. ¡Lo he visto! Nuestra memoria es un mundo más acabado aún que el universo; ¡puede hacer vivir hasta lo que no existe!

"Con la mano temblorosa y los ojos turbios, recorrí toda su carta, y en mi pobre corazón angustiado he sentido un desgarramiento espantoso. Mis lamentaciones eran tan lastimosas, como si me hubiesen magullado las carnes.

"Así he ido remontándome a través de mi vida, como remontamos un río, luchando contra la corriente. Aparecieron personas olvidadas, cuyos nombres no puedo recordar; pero su rostro sí lo recuerdo. En las cartas de mi madre resucitan criados antiguos, el aspecto de nuestra casa y mil detalles nimios que una inteligencia infantil recoge.

"Sí; he visto de pronto los vestidos que usó mi madre en distintas épocas y, según la moda y según el tocado, mostraba una fisonomía diferente. Sobre todo me obsesionaba con un traje de seda rameado, y recuerdo que un día, llevando aquel traje, me amonestó dulcemente: 'Roberto, hijo mío, si no procuras erguirte un poco, serás jorobado toda tu vida'.

"Luego, al abrir otro cajón, aparecieron las prendas marchitas de mis amores: un zapatito de baile, un pañuelo desgarrado, una liga de seda, trencitas de pelo, flores... Y las novelas de mi vida sentimental me sumergieron más en la triste melancolía de lo que no vuelve. ¡Ah! ¡Las frentes juveniles orladas con rubios cabellos, las manos acariciadoras, los ojos insinuantes, la sonrisa que promete un beso, el beso que asegura un paraíso!... Y ¡el primer beso!... Aquel beso delicioso, interminable, que ofusca la mirada, que abate la imaginación, que nos posee y nos glorifica, ofreciéndonos a la vez un goce ideal y la promesa de otros goces deseados.

"Cogiendo con ambas manos aquellas prendas tristes de lejanas ternuras, las cubrí de caricias furiosas y en mi corazón desolado por los recuerdos sentía resonar cada hora de abandono, sufriendo un suplicio más cruel que las monstruosas leyendas infernales. ¡Ah! ¿Por qué las abandoné o por qué me abandonaron?

"Quedaba por ver una carta fechada hacía medio siglo. Me la dictó el maestro de escritura: 'Mamita de mi alma: hoy cumplo siete años. A esa edad ya se discurre; ya sé lo que te debo. Te juro emplear bien la vida que me has dado.

'Tu hijo que te adora, Roberto'.

"Me había remontado hasta el origen. El recuerdo era desconsolador. ¿Y el porvenir? Quise profundizar en lo que me faltaba de vida, y se me apareció la vejez espantosa y solitaria, con su cortejo de achaques y dolencias... ¡Todo acabado para mí! ¡Nadie junto a mí!

"El revólver está sobre la mesa... Es tentador..."

No lean nunca las cartas de otros tiempos! ¡No recuerden viejas memorias!... Así es como se matan muchos hombres en cuya plácida existencia no hallamos el verdadero motivo de su fatal resolución.

FIN

martes, 24 de agosto de 2010

Agapesis - Erotika

Artista: Agapesis
Album: Erotika
Género: Fetish romance (Industrial / Elektro / Gothic / DarkWave)
País: Bélgica
Año: 2009
Formato: Mp3

Tracklist
01. Toxic Phenomenes
02. Erotika
03. Master of Pussies
04. Roter Drache
05. Leather Dreams
06. Perverse Illusion
07. Alice in Dreamsland
08. The Scissorhands
09. Fetish, Sex & Decadence
10. Wild Love
11. Glacial Death
12. The Time of Chaos
13. Nicht Notausgang

http://agapesis.chuz.be/

http://www.agapesis.com/

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domingo, 22 de agosto de 2010

Sólo otro despojo

Al fin, desaparece esa prosaica presencia que me hace imposible escribir, dejar caer los sanguinolentos y triturados miembros de mis noches de angustia y miseria.
Los placeres simples han vuelto a mí de rodillas, y de nuevo me apetecen, como último refugio de mi desocupado y hastiado espíritu, que, orgulloso, nunca se empleará en banalidades. Último refugio de una aspiración demasiado magnífica.
… sobre la mesa. Antes, mi novelesco refinamiento me exigía hacer lo posible para evitar enfrentar la indignante vulgaridad, recurriendo a mi lirismo y sus inapelables necesidades; ahora, mi inherente dandismo sólo en su esencia conserva tal sublimación, en realidad, la fuente de ella. Ahora no me importa comer directamente sobre la mesa, abúlica, indolentemente… al menos conservo la sutileza de cerciorarme de que no haya nada repugnante sobre ella. ¿Eso allí era sangre? Ah… no es repugnante, debe ser mía, después de todo. (Y mientras tanto, un demonio se ríe en mi cabeza del vergonzoso pensamiento que continúa allí, a su vista, como una exasperante maldición) Antes, yo jamás hubiera permitido que esa idea perdurara, que ese trasgo me escarneciera. Lo que inspira la idea (y ésta, la risa del trasgo) es ajeno a mí, lejano a mí. Ajeno. Yo, que me jactaba de mi inalcanzable suficiencia.
En retrospectiva, yo jamás…
Ahora soy la pálida ruina de mí misma, y estoy segura de que únicamente en el fondo de ellas puedo ser yo en realidad.
Cada instante, los deseos fenecen, y la furiosa miseria lanza movimientos desesperados, sin más finalidad que la sola desesperación. La idea porfía, el demonio ríe, y yo quisiera bostezar en otro escenario. Los apetitos de hedonista suntuosidad se degradaron a la aspiración del desolado cuartucho que se cae, como pálida sangre con sabor a vinagre. Se cae, pero libremente.
Y quizás me acerco a una cortesana decimonónica e inexistente, quizás mis vicios huirán de sus lechos de desprecio para auxiliar a mi condena. Pero… libremente.
(Lárgate de una vez. Cállate de una vez)
Sólo a través de las ruinas de mí misma puedo ser yo misma, y sé que las lágrimas son patéticas, las esperanzas, inútiles; que hasta los más nimios deseos son excesivos y bien pronto occisos, y sé que terminaré sobre las vías del tren.
Estoy en un punto en el que desear es más un pasatiempo, ya que los deseos… la desesperanza está escarificada en ellos.
¿Tan pronto te has cansado de reír? Ríe, pequeño trasgo, vástago de la degradación. Cuánto me regodeo en tu desprecio. Sigue riendo; tendremos motivos, tú para reír, yo para gozarme en la ácida complacencia de mi superlativa protervidad. Ahora… apaguemos las luces, hundámonos en la narcótica lasitud de la más vacua desolación.
Y te escucharé vejarme, mientras pienso en las vías del tren.
Ninguna luz, ninguna luz…

ARTificial Absinthe

Sin sentido



Abortos de escritos, de actos, de proyectos.
Cadáveres que se niegan a dejar de sangrar y sangre que se niega a pudrirse, o sangre que se niega a dejar de correr y cadáveres que se niegan a pudrirse. Decididamente mi cabeza es un matadero, un muladar sangriento.
¿Y acaso valgo algo? ¿Valer o costar? Espero que sea lo primero, porque, para ser sincera (y puede que lo sea) yo misma me tengo en invaluable. Sí, invaluable, tanto más si el resto del mundo opinara diferente, como de hecho hace. Pero... ¿costar? Nada en el mundo cuesta nada, y yo... nada. Nada en absoluto. Nada, al menos, que no pueda ser pagado... porque así es como funciona, ¿no es así? ¿Eso me convertiría en prostituta? ¿No podríamos usar una palabra más estética? Evat! me parece que he obviado mis caprichos. Capricho grabado sobre mi puerta. Muchos de ellos, valiosos; algunos más, bastante costosos. Considerándolo, es posible que cueste más de lo que debería. Costar no es deseable, de suerte que debiera abaratarme. ¿Eso me convertiría en una ramera? Tal vez no me sea posible bajarme de cortesana.
¿Algo que vale nada puede costar? Tal vez. Pensemos en el orgullo. ¿Acaso cuesta algo? Orgullo y otras cosas de valor. La belleza. Una paradoja. La rareza y el artificio; paradojas. Algunas baratijas disfrazadas de lujos: Artificio. Nada mal. La viperina cortesana caprichosa e inútil no está tan mal… nadie conoce el valor… Pero ahora mismo me desespero por un poco de Absenta con todo su ritual laqueado de poesía y decadencia. ¿Cuánto vale…? … ¿…Callas? …Entonces, ¿cuánto cuesta una botella de Absenta? …Vaya… no tengo esa cantidad… Pero al menos puedes decir mi precio.


ARTificial Absinthe

Rags and Tatters


“Habéis de saber que tengo un pájaro azul en la cabeza, por consiguiente…” *
Frente a un espejo, comenzando ya a reconocerme, de pronto reparé en que él seguía conmigo; pero ¡qué cambiado! Cómo ha cambiado. Y sin embargo, es él mismo. La ruina de sí mismo, la decadencia de sí mismo, la profundización de sí mismo… (un poco más de sombras allí.)
Pajarillo, maldición alada, mira, ¿recuerdas ese escrito?
Y él crasita y yo me asombro de lo que antes nos parecía tan natural.
Pero, no, no lo es, ¿lo ves? No lo era. Tal vez es demasiado natural para ser nuestro. Entonces tú y yo aún no nos asemejábamos tanto a nosotros…. (Tienes razón algo más de palidez estaría bien. Más semejanza, menor naturalidad) Lee muy atentamente este escrito, observa muy bien este estilo. ¿Lo reconoces?
Él crasita y yo me asombro.
Pues tú lo escribiste…. Tú y yo. Y sin embargo, no es nuestro. Son retazos prestados. No como lo que hago ahora: un retazo cinéreo por mi romanticismo incinerado; un destello plateado de lo que sobrevivió a la caída y ahora vive miserable; un jirón deshilvanado por la desesperación; otro de color estático, por el esplín; uno azul por la melancolía; otro más del mismo color, pero tan irreconocible con el anterior, tan distinto en esencia, que se pensaría que si aquél es azul éste no lo es; uno más, granate, por la inanición y sus actos; lívido y deslavado para la enfermedad… y el metálico amargo de la frialdad y la hiperestesia, y el irisado de la afectación, y…
Y todo estrafalariamente suturado con los rojos hilos de la crueldad, refinada y voluptuosa, sobre un fondo negro noche y verde delirio. Los colores (el color) de la locura y la decadencia.
¿Ahora podemos vernos? Vamos, cruel, amargo, vanidoso, aléjate de ese espejo y guarda tus garras cuando vueles dentro… o añadiré a nuestro guiñapo cortantes plumas ajadas.

ARTificial Absinthine
*Ruben Darío

sábado, 21 de agosto de 2010

Fallen and Forgotten - All Gone Dead

Artista: All Gone Dead
Album: Fallen and Forgotten
Género: Deathrock
País: U.S.A
Año: 2006
Formato: Mp3/VBR


TrackList:
01. G (enerating)
02. The Holy City Of Karbala
03. Newspeak (Room 101)
04. Just 8o Miles West
05. Skritch 'N' Skrill
06. Vivid Still Beating
07. O (perating)
08. Orchids In Ruin
09. Cedric Krane
10. Within But Not Before
11. Sunday Went Mute
12. The Aftertaste
13. D (escending)






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jueves, 19 de agosto de 2010

The Man Who Stole The Moon - Tanith Lee



Several tales are told concerning the Moon of the Flat Earth. Some say that this Moon, perhaps, was a hollow globe, within which lay lands and
seas, having even their own cool Sun. However, there are other stories.
One evening, Jaqir the accomplished thief rose from a bed of love and
said to his mistress, “Alas, sweetheart, we must now part forever.” Jaqir’s
mistress looked at him in surprise and shook out her bright hair. “You are mistaken. My husband, the old merchant, is miles off again, buying silk and other stuff, and besides suspects nothing. And I am well satisfied with you.”
“Dear heart,” said Jaqir, as he dressed his handsome self swiftly, “neither
of these things is the stumbling block to our romance. It is only this. I
have grown tired of you.”
“Tired of me!” cried the lady, springing from the bed.
“Yes, though indeed you are toothsome in all respects. I am inconstant
and easily bored. You must forgive me.”
“Forgive you!” screamed the lady, picking up a handy vase.
Jaqir ducked the vase and swung nimbly out of the high window, an
action to which he was quite accustomed, from his trade. “Although a
deceiver in my work, honesty in my private life is always my preferred
method,” he added, as he dropped quickly down through the vine to the
street below. Once there he was gone in a flash, and just in time to miss
the jar of piddle the lady that moment upended from the window.
However, three of the king’s guard, next second passing beneath, were not so fortunate.
“A curse upon all bladders,’” howled they, wringing out their cloaks and
hair. Then looking up, they beheld the now no-longer mistress of Jaqir,
and asked her loudly what she meant by it.
“Pardon me, splendid sirs,” said she. “The befoulment was not intended
for you, but for that devilish thief, Jaqir, who even now runs through that alley there toward a hiding place he keeps in the House of the Thin Door.”
At the mention of Jaqir, who was both celebrated and notorious in that
city, the soldiers forgot their inconvenience, and gave instant chase. Never before had any been able to lay hands on Jaqir, who, it was said, could steal the egg from beneath a sleeping pigeon. Now, thanks to the
enragement of his discarded lover, the guard knew not only of Jaqir’s
proximity, but his destination. Presently then they came up with him by
the House of the Thin Door.
“Is it he?”
“So it is, for I have heard, when not in disguise, he dresses like a lord, like this one, and, like this one, his hair is black as a panther’s fur.”
At this they strode up to Jaqir and surrounded him.
“Good evening, my friends,” said Jaqir. “You are fine fellows, despite
your smell.”
“That smell is not our own, but the product of a night-jar emptied on us.
And the one who did this also told us where to find the thief Jaqir.”
“Fate has been kind to you. I will not therefore detain you further.”
“No, it is you who shall be detained.”
“I?” asked Jaqir modestly.
But within the hour he discovered himself in chains in the king’s
dungeons.
“Ah, Jaqir,” said he to himself, “a life of crime has taught you nothing.
For have the gods not always rewarded your dishonesty—and now you
are chastised for being truthful.”
Although of course the indifferent, useless gods had nothing to do with
any of it.
A month or so later, the king got to hear that Jaqir the Prince of Thieves
languished in the prison, awaiting trial.
“I will see to it,” said the king. “Bring him before me.”
So Jaqir was brought before the king. But, despite being in jail, being also
what he was, Jaqir had somehow stolen a gold piece from one jailor and
gifted it to another, and so arrived in the king’s sight certainly in chains,
but additionally bathed, barbered, and anointed, dressed in finery, and
with a cup of wine in his hand.
Seeing this, the king laughed. He was a young king and not without a
sense of the humorous. In addition, he knew that Jaqir, while he had stolen from everyone he might, had never harmed a hair of their heads, while his skills of disguise and escape were much admired by any he had not annoyed.
“Now then, Prince of Thieves, may a mere king invite you to sit? Shall I
strike off your chains?” added the king.
“Your majesty,” said one of the king’s advisers, “pray do not unchain
him, or he will be away over the roofs. Look, he has already stolen two of my gold rings—and see, many others have lost items.”
This was a fact. All up and down the palace hall, those who had gathered
to see Jaqir on trial were exclaiming over pieces of jewelry suddenly
missing. And one lady had even lost her little dog, which abruptly, and
with a smile, Jaqir let out of an inner compartment in his shirt, though it
seemed quite sorry to leave him.
“Then I shall not unchain you,” said the king. “Restore at once all you
have filched.”
Jaqir rose, shook himself somewhat, and an abundance of gold and gems
cascaded from his person.
“Regrettably, lord king, I could not resist the chance to display my skills.”
“Rather you should deny your skills. For you have been employed in my
city seven years, and lived like the prince you call yourself. But the
punishment for such things is death.”
Jaqir’s face fell, then he shrugged. He said, “I see you are a greater thief,
sir, than I. For I only presume to rob men of their goods. You are bold
enough to burgle me of my life.”
At that the court made a noise, but the king grew silent and thoughtful.
Eventually he said, “I note you will debate the matter. But I do not believe you can excuse your acts.”
“There you are wrong. If I were a beggar calling for charity on the street
you would not think me guilty of anything but ill luck or indigence. Or, if I were a seller of figs you would not even notice me as I took the coins of men in exchange for my wares.”
“Come,” said the king. “You neither beg nor sell. You thieve.”
“A beggar,” said Jaqir, “takes men’s money and other alms, and gives
nothing in return but a blessing. Please believe me, I heap blessings on the heads of all I rob, and thank them in my prayers for their charity. Had I begged it, I might, it is true, not have received so great a portion. How much nobler and blessed are they then, that they have given over to me the more generous amount? Nor do they give up their coins for nothing.
For what they buy of me, when it is I who steal from them, is a dramatic
tale to tell. And indeed, lord king, have you never heard any boast of how they were robbed by me?”
The king frowned, for now and then he had heard this very thing, some
rich noble or other reciting the story of how he had been despoiled of this or that treasure by the nimble Jaqir, the only thief able to take it. And once or twice, there were women, too, who said, “When I woke, I found my rings were gone, but on my pillow lay a crimson rose. Oh, would he had stayed a while to steal some other prize.”
“I am not,” declared Jaqir, “a common thief. I purloin from none who
cannot afford the loss. I deduct nothing that has genuine sentimental or
talismanic weight. I harm none. Besides, I am an artist in what I do. I
come and go like a shadow, and vanish like the dawn into the day. You
will have been told, I can abstract the egg of a pigeon from beneath the
sleeping bird and never wake it.”
The king frowned deeply. He said, “Yet with all this vaunted knack, you
did not, till today, leave my dungeons.”
Jaqir bowed. “That was because, lord king, I did not wish to miss my
chance of meeting you.”
“Truly? I think rather it was the bolts and bars and keys, the numerous
guards—who granted you wine, but not an open door. You seem a touch
pale.”
“Who can tell?” idly answered pale Jaqir.
But the king only said, “I will go apart and think about all this.” And so he did, but the court lingered, looking at Jaqir, and some of the ladies and young men came and spoke to him, but trying always not to get near
enough to be robbed. Yet even so, now and then, he would courteously
hand them back an emerald or amethyst he had removed from their
persons.
Meanwhile the king walked up and down a private chamber where, on
pedestals of marble, jewel-colored parrots sat watching him.
“He is clever,” said the king, “handsome, well mannered, and decorative.
One likes him at once, despite his nefarious career. Why cast such a man
out of the state of life? We have callous villains and nonentities enough.
Must every shining star be snuffed?”
Then a scarlet parrot spoke to him.
“O king, if you do not have Jaqir executed, they will say you are partial,
and not worthy to be trusted with the office of judge.”
“Yes,” said the king, “this I know.”
At this another parrot, whose feathers shone like a pale-blue sky, also
spoke out. “But if you kill him, O king, men may rather say you were
jealous of him. And no king must envy any man.”
“This is also apt,” said the king, pacing about.
Then a parrot spoke, which was greener than jade.
“O king, is Jaqir not a thief? Does he not brag of it? Set him then a test of
thieving, and make this test as impossible as may be. And say to him, ‘If
you can do this, then indeed your skill is that of a poet, an artist, a warrior, a prince. But if you fail you must die.’”
Then the king laughed again. “Well said. But what test?”
At that a small gray parrot flew from its pedestal, and standing on his
shoulder, spoke in the king’s ear with a jet-black beak. The king said, “O wisest of all my councilors.”
In the palace hall Jaqir sat among the grouped courtiers, being pleasant
and easy with them in his chains, like a king. But then the king entered
and spoke as follows:
“Now, Jaqir, you may have heard, in my private rooms four angels live,
that have taken another form. With these four I have discussed your case.
And here is the verdict. I shall set you now a task that, should you succeed at it, must make you a hero and a legend among men—which happy state you will live to enjoy, since also I will pardon all your previous crimes.
Such shall be your fame then, that hardly need you try to take anything by stealth. A million doors shall be thrown wide for you, and men will load you with riches, so astonishing will your name have become.”
Jaqir had donned a look of flattering attention.
“The task then. You claim yourself a paragon among thieves. You must
steal that which is itself a paragon. And as you say you have never taken
anything which may be really missed, on this occasion I say you will have to thieve something all mankind shall miss and mourn.”
The court stood waiting on the king’s words. Jaqir stood waiting, perforce.
And all about, as at such times it must (still must), the world stood
waiting, hushing the tongues of sea and wind, the whispers of forests and sands, the thunder of a thousand voiceless things.
“Jaqir, Prince of Thieves, for your life, fly up and steal the Moon from the sky. The task being what it is, I give you a year to do it.”
Nine magicians bound Jaqir. He felt the chains they put on him as he had scarcely felt the other chains of iron, thinking optimistically as he had been, that he would soon be out of them.
But the new chains emerged from a haze of iridescent smokes and a
rumble of incantations, and had forms like whips and lions, thorns and
bears. Meeting his flesh, they disappeared, but he felt them sink in,
painless knives, and fasten on his bones and brain and mind.
“You may go where you wish and do what you will and suffer nothing.
But if you should attempt, in any way, to abscond, then you will feel the
talons and the fangs of that which has bound you, wrapped gnawing inside your body. And should you persist in your evasion, these restraints shall accordingly devour you from within. Run where you choose, seek what help you may, you will die in horrible agony, and soon. Only when you return to the king, your task accomplished fully, and clearly proven, will these strictures lapse—but that at once. Success, success alone, spells your freedom.”
So then Jaqir was let go, and it was true enough, honesty being the
keynote to his tale so far, that he had no trouble, and could travel about as he wanted. Nor did any idea enter his mind concerning escape. Of all he was or was not, Jaqir was seldom a fool. And he had, in the matter of his arrest, surely spent sufficient foolishness to last a lifetime.
Since he was not a fool, Jaqir, from the moment the king had put the
bargain to him, had been puzzling how he might do what was demanded.
In the past, many difficult enterprises had come Jaqir’s way, and he had
solved the problem of each. But it is to be remembered, on none of these
had his very existence depended. Nor had it been so strange. One thing
must be said, too, the world being no longer as then it was—Jaqir did not
at any point contest the notion on the grounds that it was either absurd or unconscionable. Plainly sorcery existed, was everywhere about, and
seldom doubted. Plainly the Moon, every night gaudily on show, might be accessible, even to men, for there were legends of such goings on. Thus Jaqir never said to himself, What madness have I been saddled with? Only: How can I effect this extraordinary deed?
So he went up and down in the city, and later through the landscape
beyond, walking mostly, to aid his concentration. Sometimes he would
spend the night at an inn, or in some rich house he had never professionally bothered but which had heard of him. And occasionally
men did know of him to recognize him, and some knew what had been
laid upon him. And unfortunately, the nicest of them would tend to a
similar, irritating act. Which was, as the Moon habitually rose in the east, to mock or rant at him. “Aiee, Jaqir. Have you not stolen her yet?”
Because the Earth was then flat, the Moon journeyed over and around it,
dipping, after moonset, into the restorative seas of chaos that lay beneath
the basement of the world. Nor was the Moon of the Flat Earth so very big in circumference (although the size of the Moon varied, influenced by who told—or tells—the tales).
“What is the Moon?” pondered Jaqir at a wayside tavern, sipping sherbet.
“Of what is the Moon made?” murmured Jaqir, courting sleep, for
novelty, in an olive grove.
“Is it heavy or light? What makes it, or she, glow so vividly? Is it a she?
How,” muttered Jaqir, striding at evening between fields of silver barley,
“am I to get hold of the damnable thing?”
Just then the Moon willfully and unkindly rose again, unstolen, over the
fields. Jaqir presently lay down on his back among the barley stalks,
gazing up at her as she lifted herself higher and higher. Until at length she reached the apex of heaven, where she seemed for a while to stand still, like one white lily on a stem of stars.
“Oh Moon of my despair,” said Jaqir softly, “I fear I shall not master this
riddle. I would do better to spend my last year of life—of which I find
only nine months remain!—in pleasure, and forget the hopeless task.”
At that moment Jaqir heard the stalks rustling a short way off, and sitting up, he saw through the darkness how two figures wandered between the barley. They were a young man and a girl, and from their conduct, lovers in search of a secret bed. With a rueful nod at the ironies of Fate, Jaqir got up and meant to go quietly away. But just then he heard the maiden say, “Not here, the barley is trampled—we must lie where the stalks are thicker, or we may be heard.”
“Heard?” asked the youth. “There is no one about.”
“Not up in the fields,” replied the girl, “but down below the fields the
demons may be listening in the Underearth.”
“Ho,” said the youth (another fool), “I do not believe in demons.”
“Hush! They exist and are powerful. They love the world by night, as they must avoid the daylight, and like moonlit nights especially, for they are enamored of the Moon, and have made ships and horses with wings in order to reach it. And they say, besides, the nasty magician, Paztak, who lives only a mile along the road from this very place, is nightly visited by the demon Drin, who serve him in return for disgusting rewards.”
By now the lovers were a distance off, and only Jaqir’s sharp ears had
picked up the ends of their talk after which there was silence, save for the sound of moonlight dripping on the barley. But Jaqir went back to the road. His face had become quite purposeful, and perhaps even the Moon, since she watched everything so intently, saw that too.
Now Paztak the magician did indeed live nearby, in his high, brazen tower, shielded by a thicket of tall and not ordinary laurels. Hearing a
noise of breakage among these, Paztak undid a window and peered down at Jaqir, who stood below with drawn knife.
“What are you at, unruly felon?” snapped Paztak.
“Defending myself, wise sir, as your bushes bite.”
“Then leave them alone. My name is Paztak the Unsociable. Be off, or I
shall conjure worse things—to attack you.”
“Merciful mage, my life is in the balance. I seek your help, and must loiter till you give it.”
The mage clapped his hands, and three yellow, slavering dogs leaped from thin air and also tried to tear Jaqir into bite-size pieces. But avoiding them, Jaqir sprang at the tower and, since he was clever at such athletics, began climbing up it.
“Wretch!” howled Paztak. And then Jaqir found a creature, part wolverine and part snake, had roped the tower and was striving to wind him as well in its coils. But Jaqir slid free, kicked shut its clashing jaws, and vaulted over its head onto Paztak’s windowsill.
“Consider me desperate rather than impolite.”
“I consider you elsewhere,” remarked Paztak with a new and ominous
calm.
Next instant Jaqir found himself in a whirlwind, which turned him over
and over, and cast him down at last in the depths of a forest.
“So much for the mage,” said Jaqir, wiping snake-wolverine, dog, and
laurel saliva from his boots. “And so much for me, I have had, in my life,
an unfair quantity of good luck, and evidently it is all used up.”
“Now, now,” said a voice from the darkness, “let me get a proper look at
you, and see if it is.”
And from the shadows shouldered out a dwarf of such incredible
hideousness that he might be seen to possess a kind of beauty.
Staring in awe at him then, from his appearance, and the fabulous jewelry with which he was adorned, Jaqir knew him for a Drin.
“Now, now,” repeated the Drin, whose coal-black, luxuriant hair swept
the forest floor. And he struck a light by the simple means of running his
talonous nails—which were painted indigo—along the trunk of a tree.
Holding up his now flaming hand, the Drin inspected Jaqir, gave a leer
and smacked his lips. “Handsome fellow,” said the Drin. “What will you
offer me if I assist you?”
Jaqir knew a little of the Drin, the lowest caste of demonkind, who were
metalsmiths and artisans of impossible and supernatural ability. He knew, too, as the girl had said, that the Drin required, in exchange for any service to mortals, recompense frequently of a censorable nature. Nor did this Drin seem an exception to the rule.
“Estimable sir,” said Jaqir, “did you suppose I needed assistance?”
“I have no doubt of it,” said the Drin. “Sometimes I visit the old pest
Paztak, and was just now idling in his garden, in chat with a most
fascinating woodlouse, when I heard your entreaties, and soon beheld you hurled into this wood. Thinking you more interesting than the mage, I followed. And here I am. What would you have?”
“What would you have?” asked Jaqir uneasily.
“Nothing you are not equipped to give.”
“Well,” said Jaqir resignedly, “we will leave that for the moment. Let me
first see if you are as cunning as the stones say.” And Jaqir thought,
pragmatically, After all, what is a little foul and horrible dreadfulness, if it will save me death?
Then he told the Drin of the king’s edict, and how he, Jaqir the thief, must thieve the Moon.
When he had done speaking, the Drin fell to the ground and rolled amid
the fern, laughing, and honking like a goose, in the most repellent manner.
“You cannot do it,” assumed Jaqir.
The Drin arose, and shook out his collar and loin-guard of rubies.
“Know me. I am Yulba, pride of my race, revered even among our
demonic high castes of Eshva and Vazdru. Yulba, that the matchless lord, Azhrarn the Beautiful, has petted seven hundred times during his walkings up and down in the Underearth.”
“You are to be envied,” said Jaqir prudently. He had heard, too, as who
had not who had ever heard tales about the demons, of the Prince of
Demons, Azhrarn. “But that does not mean you are able to assist me.”
“Pish,” said the Drin. “It is a fact, no mortal thing, not even the birds of
the air, might fly so high as the Moon, let alone any man essay it. But I am Yulba. What cannot Yulba do?”
file:///C/Documents%20and%20Settings/harry%20kru...e%20-%20The%20Man%20Who%20Stole%20The%20Moon.html (12 of 28)24-2-2006 20:44:43
THE MAN WHO STOLE THE MOON by Tanith Lee
Three nights Jaqir waited in the forest for Yulba to return. On the third
night Yulba appeared out of the trunk of a cedar tree, and after him he
hauled a loose, glimmering, almost-silky bundle, that clanked and
clacketed as it came.
“Thus,” said the Drin, and threw it down.
“What is that?”
“Have you no eyes? A carpet I have created, with the help of some elegantspinners of the eight-legged sort, but reinforced with metals fashioned by myself. Everything as delicate as the wings of bees, strong as the scales of dragons. Imbued by me with spells and vapors of the Underearth, as it is,”
bragged on the Drin, “the carpet is sorcerous, and will naturally fly. Even as far as the gardens of the stars, from where, though a puny mortal, you may then inspect your quarry, the Moon.”
Jaqir, himself an arch-boaster, regarded Yulba narrowly. But then, Jaqir
thought, a boaster might also boast truthfully, as he had himself. So as
Yulba undid the carpet and spread it out, Jaqir walked on there. The next second Yulba also bounded aboard. At which the carpet, with no effort, rose straight up between the trees of the forest and into the sky of night.
“Now what do you say?” prompted the Drin.
All the demon race were susceptible to flattery. Jaqir spoke many winning sentences of praise, all the while being careful to keep the breadth of the carpet between them.
Up and up the carpet flew. It was indeed very lovely, all woven of blue
metals and red metals, and threaded by silk, and here and there set with
countless tiny diamonds that spangled like the stars themselves.
But Jaqir was mostly absorbed by the view of the Earth he now had. Far
below, itself like a carpet, unrolled the dark forest and then the silvery
fields, cut by a river-like black mirror. And as they flew higher yet, Jaqir
came to see the distant city of the king, like a flower garden of pale lights, and farther again, lay mountains, and the edges of another country. “How small,” mused Jaqir, “has been my life. It occurs to me the gods could never understand men’s joy or tribulation, for from the height of their dwelling, how tiny we are to them, less than ants.”
“Ants have their own recommendations,” answered Yulba.
But the Moon was already standing high in the eastern heaven, still round in appearance, and sheerest white as only white could be.
No command needed be given the carpet. Obviously Yulba had already
primed it to its destination. It now veered and soared, straight as an arrow, toward the Moon, and as it did so, Jaqir felt the tinsel roots of the lowest stars brush over his forehead.
And what was the Moon of the Flat Earth, that it might be approached and flown about on a magic carpet? It was, as has been said, maybe a globe containing other lands, but also it was said to be not a globe at all, but, like the Earth itself, a flat disk, yet placed sidelong in the sky, and
presenting always a circular wheel of face to the world. And that this
globe or disk altered its shape was due to the passage of its own internal
sun, now lighting a quarter or a half or a whole of it—or, to the
interference of some invisible body coming between it and some other
(invisible) light, or to the fact that the Moon was simply a skittish shapechanger, making itself now round, and now a sliver like the paring of a nail.
As they drew ever nearer, Jaqir learned one thing, which in the many
stories is a constant—that heat came from the Moon. But (in Jaqir’s story) it was an appealing heat, quite welcome in the chilly upper sky. Above, the stars hung, some of them quite close, and they were of all types of shape and shade, all brilliant, but some blindingly so. Of the closer ones, their sparkling roots trailed as if floating in a pond, nourished on some unknown substance. While below, the world seemed only an enormous smudge.
The Drin himself, black eyes glassy, was plainly enraptured by the Moon. Jaqir was caught between wonder and speculation.
Soon enough, the vast luminescence enveloped them, and the heat of the
Moon was now like that of a summer morning. Jaqir estimated that the
disk might be only the size of a large city, so in his story, that is the size of the Moon.
But Jaqir, as the carpet began obediently to circle round the lunar orb,
gazed at it with a proper burglar’s care. Soon he could make out details of the surface, which was like nothing so much as an impeccable plate of
white porcelain, yet here and there cratered, perhaps by the infrequent fall of a star. And these craters had a dim blue ghostly sheen, like that of a blue beryl.
When the carpet swooped yet nearer in, Jaqir next saw that the plate of the moon had actually a sort of landscape, for there were kinds of smooth, low, blanched hills, and here and there something which might be a carven watercourse, though without any water in it. And there were also strewn boulders, and other stones, which must be prodigious in girth, but they were all like the rarest pearls.
Jaqir was seized by a desire to touch the surface of the hot, white Moon.
He voiced this.
Yulba scowled, disturbed in his rapturous trance.
“Oh ignorant man, even my inspired carpet may go no closer, or the
magnetic pull of the Moon will tug, and we crash down there.”
As he spoke, they passed slowly around the globe, and began moving
across the back of the Moon, which, until that minute, few mortals had
ever seen.
This side lay in a deep violet shadow, turned from the Earth, and tilted
upward somewhat at the vault of the sky. It was cooler here, and Jaqir
fancied he could hear a strange sound, like harps playing softly, but
nothing was to be seen. His hands itched to have something away.
“Peerless Yulba, in order to make a plan of assault, I shall need to get, for
reference, some keepsake of the Moon.”
“You ask too much,” grumbled Yulba.
“Can you not do it? But you are Yulba,” smarmed Jaqir, “lord among
Drin, favorite of the Prince of Demons. What is there Yulba cannot do?
And, I thought we were to be friends…”
Yulba cast a look at Jaqir, then the Drin frowned at the Moon with such
appalling ugliness, Jaqir turned his head.
“I have a certain immense power over stones,” said the Drin, “seeing my
kind work with them. If I can call you a stone from the Moon, what is it
worth?”
Jaqir, who was not above the art of lying either, lied imaginatively at
some length, until Yulba lumbered across the carpet and seemed about to demonstrate affection. “Not however,” declared Jaqir, “any of this, until my task is completed. Do you expect me to be able to concentrate on such events, when my life still hangs by a thread?”
Yulba withdrew once more to the carpet’s border. He began a horrible
whistling, which set on edge not only Jaqir’s teeth but every bone in his
body. Nevertheless, in a while, a single pebble, only about the size of an
apricot, came flying up and struck Yulba in the eye.
“See—I am blinded!” screeched Yulba, thrashing on the carpet, but he
was not. Nor would he then give up the pebble. But soon enough, as their transport—which by now was apparently tiring—sank away from the Moon, Jaqir rolled a moment against the Drin, as if losing his balance.
Thereafter the moon-pebble was in Jaqir’s pocket.
What a time they had been on their travels. Even as the carpet flopped,
wearily and bumpily now, toward the Earth, a blossoming of rose pink
appeared in the east.
This pretty sight, of course, greatly upset Yulba, for demons feared the
Sun, and with good reason, it could burn them to ashes.
“Down, down, make haste accursed flea-bag of a carpet!” ranted he, and
so they rapidly fell, and next landed with a splashy thump in a swamp,
from which green monkeys and red parakeets erupted at their arrival.
“I shall return at dusk. Remember what I have risked for you!” growled
Yulba.
“It is graven on my brain.”
Then the Drin vanished into the ground, taking with him the carpet. The Sun rose, and the amazing Moon, now once more far away, faded and set like a dying lamp.
By midday Jaqir had forced a path from the swamp. He sat beneath a
mango tree and ate some of the ripe fruit, and stared at the moon-pebble.
It shone, even in the daylight, like a milky flame. “You are more
wonderful than anything I have ever thieved. But still I do not see how I
can rob the sky of that other jewel, the Moon.”
Then he considered, for one rash moment, running away. And the
safeguarding bonds of the king’s magicians twanged around his skeleton.
Jaqir desisted, and lay back to sleep.
In sleep, a troop of tormenters paraded.
The cast-off mistress who had betrayed him slapped his face with a wet
fish. Yulba strutted, seeming hopeful. Next came men who cried, “Of
what worth is this stupid Jaqir, who has claimed he can steal an egg from
beneath a sleeping bird.”
Affronted in his slumber, Jaqir truthfully replied that he had done that
very thing. But the mockers were gone.
In the dream then Jaqir sat up, and looked once more at the shining pebble lying in his hand.
“Although I might steal a million eggs from beneath a million birds, what use to try for this? I am doomed and shall give in.”
Just then something fluttered from the mango tree, which was also there in the dream. It was a small gray parrot. Flying down, it settled directly upon the opalescent stone in Jaqir’s palm and put out its light.
“Well, my fine bird, this is no egg for you to hatch.”
The parrot spoke. “Think, Jaqir, what you see, and what you say.”
Jaqir thought. “Is it possible?”
And at that he woke a second time.
The Sun was high above, and over and over across it and the sky, birds
flew about, distinct as black writing on the blue.
“No bird of the air can fly so high as the Moon,” said Jaqir. He added,
“but the Drin have a mythic knack with magical artifacts and
clockworks.”
Later, the Sun lowered itself and went down. Yulba came bouncing from
the ground, coyly clad in extra rubies, with a garland of lotuses in his hair.
“Now, now,” commenced Yulba, lurching forward.
Sternly spoke Jaqir, “I am not yet at liberty, as you are aware. However, I
have a scheme. And knowing your unassailable wisdom and authority,
only you, the mighty Yulba, best and first among Drin, can manage it.”
In Underearth it was an exquisite dusk. It was always dusk there, or a
form of dusk. As clear as day in the upper world, it was said, yet more
radiantly somber. Sunless, naturally, for the reasons given above.
Druhim Vanashta, the peerless city of demonkind, stretched in a noose of shimmering nonsolar brilliance, out of which pierced, like needles,
chiseled towers of burnished steel and polished corundum, domes of
faceted crystal. While about the gem-paved streets and sable parks strolled or paced or strode or lingered the demons. Night-black of hair and eye, snow-frozen-white of complexion, the high-caste Vazdru and their mystic servants, the Eshva. All of whom were so painfully beautiful, it amounted to an insult.
Presently, along an avenue, there passed Azhrarn, Prince of Demons,
riding a black horse, whose mane and tail were hyacinth blue. And if the
beauty of the Eshva and Vazdru amounted to an insult, that of Azhrarn
was like the stroke of death.
He seemed himself idle enough, Azhrarn. He seemed too musing on
something as he slowly rode, oblivious, it appeared, to those who bowed
to the pavement at his approach, whose eyes had spilled, at sight of him,
looks of adoration. They were all in love with Azhrarn.
A voice spoke from nowhere at all.
“Azhrarn, Lord Wickedness, you gave up the world, but the world does
not give up you. Oh Azhrarn, Master of Night, what are the Drin doing by their turgid lake, hammering and hammering?”
Azhrarn had reined in the demon horse. He glanced leisurely about.
Minutes elapsed. He too spoke, and his vocality was like the rest of him.
“The Drin do hammer at things. That is how the Drin pass most of
eternity.”
“Yet how,” said the voice, “do you pass eternity, Lord Wickedness?”
“Who speaks to me?” softly said Azhrarn.
The voice replied, “Perhaps merely yourself, the part of you that you
discard, the part of you which yearns after the world.”
“Oh,” said Azhrarn. “The world.”
The voice did not pronounce another syllable, but along an adjacent wall a slight mark appeared, rather like a scorch.
Azhrarn rode on. The avenue ended at a park, where willows of liquid
amber let down their watery resinous hair, to a mercury pool. Black
peacocks with seeing eyes of turquoise and emerald in their tails, turned
their heads and all their feathers to gaze at him.
From between the trees came three Eshva, who obeised themselves.
“What,” said Azhrarn, “are the Drin making by their lake?”
The Eshva sighed voluptuously. The sighs said (for the Eshva never used
ordinary speech), “The Drin are making metal birds.”
“Why?” said Azhrarn.
The Eshva grew downcast; they did not know. Melancholy enfolded them among the tall black grasses of the lawn, and then one of the Vazdru princes came walking through the garden.
“Yes?” said Azhrarn.
“My Prince, there is a Drin who was to fashion for me a ring, which he
has neglected,” said the Vazdru. “He is at some labor for a human man he is partial to. They are all at this labor.”
Azhrarn, interested, was, for a moment, more truly revealed. The garden
waxed dangerously brighter, the mercury in the pool boiled. The amber
hardened and the peacocks shut every one of their 450 eyes.
“Yes?” Azhrarn murmured again.
“The Drin, who is called Yulba, has lied to them all. He has told them you yourself, my matchless lord, require a million clockwork birds that can fly as high as the Earth’s Moon. Because of this, they work ceaselessly. This Yulba is a nuisance. When he is found out, they will savage him, then bury him in some cavern, walling it up with rocks, leaving him there a million years for his million birds. And so I shall not receive my ring.”
Azhrarn smiled. Cut by the smile, as if by the slice of a sword, leaves
scattered from the trees. It was suddenly autumn in the garden. When
autumn stopped, Azhrarn had gone away.
Chang-thrang went the Drin hammers by the lake outside Druhim
Vanashta. Whirr and pling went the uncanny mechanisms of half-formed sorcerous birds of cinnabar, bronze, and iron. Already-finished sorcerous birds hopped and flapped about the lakeshore, frightening the beetles and snakes. Mechanical birds flew over in curious formations, like demented swallows, darkening the Underearth’s gleaming day-dusk, now and then letting fall droppings of a peculiar sort.
Eshva came and went, drifting on Vazdru errands. Speechless inquiries
wafted to the Drin caves: Where is the necklace of rain vowed for the
Princess Vasht? Where is the singing book reserved for the Prince
Hazrond?
“We are busy elsewhere at Azhrarn’s order,” chirped the Drin.
They were all dwarfs, all hideous, and each one lethal, ridiculous, and a
genius. Yulba strode among them, criticizing their work, so now and then there was also a fight for the flying omnipresent birds to unburden their bowels upon.
How had Yulba fooled the Drin? He was no more Azhrarn’s favorite than any of them. All the Drin boasted as Yulba had. Perhaps it was only this: Turning his shoulder to the world of mankind, Azhrarn had forced the jilted world to pursue him underground. In ways both graphic and
insidious, the rejected one permeated Underearth. Are you tired of me?
moaned the world to Azhrarn. Do you hate me? Do I bore you? See how
inventive I am. See how I can still ensnare you fast.
But Azhrarn did not go to the noisy lake. He did not summon Yulba. And Yulba, puffed with his own cleverness, obsessively eager to hold Jaqir to his bargain, had forgotten all accounts have a reckoning. Chung-clungk went the hammers. Brakk went the thick heads of the Drin, banged together by critical, unwise Yulba.
Then at last the noise ended.
The hammering and clamoring were over.
Of the few Vazdru who had come to stare at the birds, less than a few
remarked that the birds had vanished.
The Drin were noted skulking about their normal toil again, constructing wondrous jewelry and toys for the upper demons. If they waited breathlessly for Azhrarn to compliment them on their bird-work, they did so in vain. But such omissions had happened in the past, the never-ceasing past-present-future of Underearth.
Just as they might have pictured him, Azhrarn stood in a high window of Druhim Vanashta, looking at his city of needles and crystals.
Perhaps it was seven mortal days after the voice had spoken to him.
Perhaps three months.
He heard a sound within his mind. It was not from his city, nor was it
unreal. Nor actual. Presently he sought a magical glass that would show
him the neglected world.
How ferocious the stars, how huge and cruelly glittering, like daggers.
How they exalted, unrivaled now.
The young king went one by one to all the windows of his palace. Like
Azhrarn miles below (although he did not know it), the young king looked a long while at his city. But mostly he looked up into the awful sky.
Thirty-three nights had come and gone, without the rising of the Moon.
In the king’s city there had been at first shouts of bewildered amazement.
Then prayers. Then, a silence fell which was as loud as screaming.
If the world had lost the Sun, the world would have perished and died. But losing the Moon, it was as if the soul of this world had been put out.
Oh those black nights, blacker than blackness, those yowling spikes of
stars dancing in their vitriolic glory—which gave so little light.
What murders and rapes and worser crimes were committed under cover of such a dark? As if a similar darkness had been called up from the mental guts of mankind, like subservient to like. While earth-over, priests offered to the gods, who never noticed.
The courtiers who had applauded, amused, the judgment of the witty
young king now shrank from him. He moved alone through the
excessively lamped and benighted palace, wondering if he was now
notorious through all the world for his thoughtless error. And so
wondering, he entered the room where, on their marble pedestals, perched his angels.
“What have you done?” said the king.
Not a feather stirred. Not an eye winked.
“By the gods—may they forgive me—what? What did you make me do?”
“You are king,” said the scarlet parrot. “It is your word, not ours, which is law.”
And the blue parrot said, “We are parrots, why name us angels? We have
been taught to speak, that is all. What do you expect?”
And the jade parrot said, “I forget now what it was you asked of us.” And
put its head under its wing.
Then the king turned to the gray parrot. “What do you have to say? It was your final advice which drove me to demand the Moon be stolen—as if I thought any man might do it.”
“King,” said the gray parrot, “it was your sport to call four parrots, angels.
Your sport to offer a man an impossible task as the alternative to certain
death. You have lived as if living is a silly game. But you are mortal, and
a king.”
“You shame me,” said the king.
“We are, of course,” said the gray parrot, “truly angels, disguised. To
shame men is part of our duty.”
“What must I do?”
The gray parrot said, “Go down, for Jaqir, Thief of Thieves, has returned
to your gate. And he is followed by his shadow.”
“Are not all men so followed?” asked the king perplexedly.
The parrot did not speak again.
Let it be said, Jaqir, who now entered the palace, between the glaring,
staring guards of the king, was himself in terrible awe at what he had
achieved. Ever since succeeding at his task, he had not left off trembling
inwardly. However, outwardly he was all smiles, and in his best attire.
“See, the wretch’s garments are as fine as a lord’s. His rings are gold.
Even his shadow looks well dressed! And this miscreant it is who has
stolen the Moon and ruined the world with blackest night.”
The king stood waiting, with the court about him.
Jaqir bowed low. But that was all he did, after which he stood waiting,
meeting the king’s eyes with his own.
“Well,” said the king. “It seems you have done what was asked of you.”
“So it does seem,” said Jaqir calmly.
“Was it then easy?”
“As easy,” said Jaqir, “as stealing an egg.”
“But,” said the king. He paused, and a shudder ran over the hall a
shuddering of men and women, and also of the flames in all the countless lamps.
“But?” pressed haughty Jaqir.
“It might be said by some, that the Moon—which is surely not an egg—
has disappeared, and another that you may have removed it. After all,”
said the king stonily, “if one assumes the Moon may be pilfered at all,
how am I to be certain the robber is yourself? Maybe others are capable of it. Or, too, a natural disaster has simply overcome the orb, a coincidence most convenient for you.”
“Sir,” said Jaqir, “were you not the king, I would answer you in other
words that I do. But king you are. And I have proof.”
And then Jaqir took out from his embroidered shirt the moon-pebble,
which even in the light of the lamps blazed with a perfect whiteness. And so like the Moon it was for radiance that many at once shed tears of
nostalgia on seeing it. While at Jaqir’s left shoulder, his night-black
shadow seemed for an instant also to flicker with fire.
As for the king, now he trembled too. But like Jaqir, he did not show it.
“Then,” said the king, “be pardoned of your crimes. You have surmounted the test, and are directly loosed from those psychic bonds my magicians set on you, therefore entirely physically at liberty, and besides, a legendary hero. One last thing…”
“Yes?” asked Jaqir.
“Where have you put it?”
“What?” said Jaqir, rather stupidly.
“That which you stole.”
“It was not a part of our bargain, to tell you this. You have seen by the
proof of this stone I have got the Moon. Behold, the sky is black.”
The king said quietly, “You do not mean to keep it.”
“Generally I do keep what I take.”
“I will give you great wealth, Jaqir, which I think anyway you do not
need, for they say you are as rich as I. Also, I will give you a title to rival
my own. You can have what you wish. Now swear you will return the
Moon to the sky.”
Jaqir lowered his eyes.
“I must consider this.”
“Look,” they whispered, the court of the king, “even his shadow listens to him.”
Jaqir, too, felt his shadow listening at his shoulder.
He turned, and found the shadow had eyes.
Then the shadow spoke, more quietly than the king, and not one in the hall did not hear it. While every flame in every lamp spun like a coin, died, revived, and continued burning upside down.
“King, you are a fool. Jaqir, you are another fool. And who and what am
I?”
Times had changed. There are always stories, but they are not always
memorized. Only the king, and Jaqir the thief, had the understanding to
plummet to their knees. And they cried as one, “Azhrarn!”
“Walk upon the terrace with me,” said Azhrarn. “We will admire the
beauty of the leaden night.”
The king and Jaqir found that they got up, and went on to the terrace, and no one else stirred, not even hand or eye.
Around the terrace stood some guards like statues. At the terrace’s center
stood a chariot that seemed constructed of black and silver lava, and
drawn by similarly laval dragons.
“Here is our conveyance,” said Azhrarn, charmingly. “Get in.”
In they got, the king and the thief. Azhrarn also sprang up, and took and
shook the reins of the dragons, and these great ebony lizards hissed and
shook out in turn their wings, which clapped against the black night and
seemed to strike off bits from it. Then the chariot dove up into the air,
shaking off the Earth entire, and green sparks streamed from the chariot
wheels.
Neither the king nor Jaqir had stamina—or idiocy—enough to question
Azhrarn. They waited meekly as two children in the chariot’s back,
gaping now at Azhrarn’s black eagle wings of cloak, that every so often
buffeted them, almost breaking their ribs, or at the world falling down and down below like something dropped.
But then, high in the wild, tipsy-making upper air, Jaqir did speak, if not
to Azhrarn.
“King, I tricked you. I did not steal the Moon.”
“Who then stole it?”
“No one.”
“A riddle.”
At which they saw Azhrarn had partly turned. They glimpsed his profile, and a single eye that seemed more like the night than the night itself was.
And they shut their mouths.
On raced the dragons.
Below raced the world.
Then everything came to a halt. Combing the sky with claws and wheels, dragons and chariot stood static on the dark.
Azhrarn let go the jewelry reins.
All around spangled the stars. These now appeared less certain of
themselves. The brighter ones had dimmed their glow, the lesser hid
behind the vapors of night. Otherwise, everywhere lay blackness, only
that.
In the long, musician’s fingers of the Prince of Demons was a silver pipe,
shaped like some sort of slender bone. Azhrarn blew upon the pipe.
There was no sound, yet something seemed to pass through the skulls of
the king and of Jaqir, as if a barbed thread had been pulled through from
ear to ear. The king swooned—he was only a king. Jaqir rubbed his
temples and stayed upright—he was a professional of the working classes.
And so it was Jaqir who saw, in reverse, that which he had already seen
happen the other way about.
He beheld a black cloud rising (where before it had settled) and behind the cloud, suddenly something incandescent blinked and dazzled. He beheld how the cloud, breaking free of these blinks of palest fire (where before it had obscured said fire) ceased to be one entity, and became instead one million separate flying pieces. He saw, as he had seen before when first they burst up from the ground in front of him, and rushed into the sky, that these were a million curious birds. They had feathers of cinnabar and bronze, sinews of brass; they had clockworks of iron and steel.
Between the insane crowded battering of their wings, Jaqir watched the
Moon reappear, where previously (scanning the night, as he stood by
Yulba in a meadow) he had watched the Moon put out, all the birds flew
down against her, covering and smothering her. Unbroken by their landing on her surface, they had roosted there, drawn to and liking the warmth, as Yulba had directed them with his sorcery.
But now Azhrarn had negated Yulba’s powers—which were little enough among demons. The mechanical birds swarmed round and round the chariot, aggravating the dragons somewhat. The birds had no eyes, Jaqir noticed. They gave off great heat where the Moon had toasted their
metals. Jaqir looked at them as if for the first, hated them, and grew
deeply embarrassed.
Yet the Moon—oh, the Moon. Uncovered and alight, how brilliantly it or she blazed now. Had she ever been so bright? Had her sojourn in darkness done her good?
End to end, she poured her flame over the Earth below. Not a mountain
that did not have its spire of silver, not a river its highlight of diamond.
The seas lashed and struggled with joy, leaping to catch her snows upon
the crests of waves and dancing dolphin. And in the windows of mankind, the lamps were doused, and like the waves, men leaned upward to wash their faces in the Moon.
Then gradually, a murmur, a thunder, a roar, a gushing sigh rose swirling from the depths of the Flat Earth, as if at last the world had stopped holding its breath.
“What did you promise Yulba,” asked Azhrarn of Jaqir, mild as a killing
frost, “in exchange for this slight act?”
“The traditional favor,” muttered Jaqir.
“Did he receive payment?”
“I prevaricated. Not yet, lord Prince.”
“You are spared then. Part of his punishment shall be permanently to
avoid your company. But what punishment for you, thief? And what
punishment for your king?”
Jaqir did not speak. Nor did the king, though he had recovered his senses.
Both men were educated in the tales, the king more so. Both men turned
ashen, and the king accordingly more ashen.
Then Azhrarn addressed the clockwork birds in one of the demon tongues, and they were immediately gone. And only the white banner of the moonlight was there across the night.
Now Azhrarn, by some called also Lord of Liars, was not perhaps above
lying in his own heart. It seems so. Yet maybe tonight he looked upon the Moon, and saw in the Moon’s own heart, the woman that once he had loved, the woman who had been named for the Moon. Because of her, and all that had followed, Azhrarn had turned his back upon the world—or attempted to turn it.
And even so here he was, high in the vault of the world’s heaven,
drenched in earthly moonshine, contemplating the chastisement of mortal creatures whose lives, to his immortal life, were like the green sparks which had flashed and withered on the chariot-wheels.
The chariot plunged. The atmosphere scalded at the speed of its descent. It touched the skin of the Earth more slightly than a cobweb. The mortal
king and the mortal thief found themselves rolling away downhill, toward fields of barley and a river. The chariot, too, was gone. Although in their ears as they rolled, equal in their rolling as never before, and soon never to be again, king and thief heard Azhrarn’s extraordinary voice, which said, “Your punishment you have already. You are human. I cannot improve upon that.”
Thus, the Moon shone in the skies of night, interrupted only by an
infrequent cloud. The king resumed his throne. The four angels—who
were or were not parrots—or only meddlers—sat on their perches waiting to give advice, or to avoid giving it. And Jaqir—Jaqir went away to another city.
Here, under a different name, he lived on his extreme wealth, in a fine
house with gardens. Until one day he was robbed of all his gold (and even of the moon-pebble) by a talented thief. “Is it the gods who exact their price at last, or Another, who dwells farther down?” But by then Jaqir was older, for mortal lives moved and move swiftly. He had lost his taste for his work by then. So he returned to the king’s city, and to the door of the merchant’s wife who had been his mistress. “I am sorry for what I said to you,” said Jaqir. “I am sorry for what I did to you,” said she. The traveling merchant had recently departed on another, more prolonged journey, to make himself, reincarnation-wise, a new life after death. Meanwhile, though the legend of a moon-thief remained, men had by then forgotten Jaqir. So he married the lady and they existed not unhappily, which shows their flexible natures.
But miles below, Yulba did not fare so well. For Azhrarn had returned to the Underearth on the night of the Moon’s
rescue, and said to him, “Bad little Drin. Here are your million birds.
Since you are so proud of them, be one of them.” And in this way Azhrarn demonstrated that the world no longer mattered to him a jot, only his own kind mattered enough that he would make their lives Hell-under-Earth. Or, so it would seem.
But Yulba had changed to a clockwork bird, number one million and one.
Eyeless, still able to see, flapping over the melanic vistas of the demon
country, blotting up the luminous twilight, cawing, clicking, letting fall
droppings, yearning for the warmth of the Moon, yearning to be a Drin
again, yearning for Azhrarn, and for Jaqir—who by that hour had already passed himself from the world, for demon time was not the time of mortals.
As for the story, that of Jaqir and Yulba and the Moon, it had become as it had and has become, or un-become. And who knows but that, in another little while, it will be forgotten, as most things are. Even the Moon is no longer that Moon, nor the Earth, nor the sky. The centuries fly, eternity is endless.

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(Nota: si lo quieres en español pidelo y puede que lo considere... no es verdad, si lo traduciré)
(Nota 2: Azhrarn es tan encantador..)
(nota 3: la imagen de azhrarn (el de arriba) no es mía, no reclamo ......)

jueves, 12 de agosto de 2010

Elle est Troi (La Mort) - Tanith Lee

Tanith Lee! The haunting poetical genious who has inspired me (or better telled me) the name of the blog. (one of the intoxicating analogies of her). So... I could write a long endless praise to her, the fantastic strange worlds and the extraordinary dark or poetical (or both) haunting characters she creates, but... I'm afraid my words would be so poor. So, please visit Tanth Lee site and PLEASE BUY HER WORKS if you could. As far as I am concerned, in the hateful pice of earth where I unfortunately live(or better, try to live, their books are unreachable, (and here I swallow a long diatribe to the libraries, to the f**kn' country, to ofensive pragmatism, to...) so I will be posting them in spanish, I mean, the translations I will make. So, if you want them in english, PLEASE ASK FOR IT.





"Genre categories are irrelevant. I dislike them, but I do not have the casting vote”

“I just love writing. It's magical, it's somewhere else to go, it's somewhere much more dreadful, somewhere much more exciting. Somewhere I feel I belong, possibly more than in the so-called real world.”

“I submitted manuscripts to publishers. This was not so much a feeling that I should be published as a wish to escape the feared and hated drudgery of normal work.”

“It's very selfish when I write. I'm not aware, ever, of writing for another person; I'm not even really aware of writing for myself.”
- Tanith Lee -




An interview with her:http://www.tabula-rasa.info/Horror/TanithLee.html




Y al fin, el relato. (No olvides comprar sus libros a ella... compra a ella) (yo no traduje este)








Al otro lado del río, el reloj de Notre Dame aux Luminères marcaba las siete. Cuan profundo el río, y cuan oscuro, y cuantos huesos yacían bajo su superficie que las campanadas del gran reloj dorado de la torre gótica no conseguían despertar. Sumergidos allí, todos aquellos que se tiraron desde los puentes, desde los embarcaderos de la ciudad: los muertos de hambre, los enfermos y los drogados, los desesperados y los dementes.
Armand miró las aguas negras como la noche, miró en busca de aquéllos... Y allí, una mano pálida emergió del oscuro caudal, una mata de pelo empapado pasó bajo el pretil.
Una chica se había tirado al río, ¿debía él rescatarla? ¿Era moralmente correcto que él la rescatase de cualquiera que fuese el horror que la había abocado a aquello?

El hombre joven, un poeta, cruzó el puente corriendo y se acodó en el otro pretil. Esa
vez hubo ayuda. Un globo de luz en el extremo más alejado del puente cogió a la suicida cuando emergió de nuevo. El poeta, Armand, lo observó con alivio y extraña desazón.
Aquello en el agua no era más que una ristra de harapos y basura entrelazados por la corriente.

Enderezándose, Armand se caló el capote. Era primavera, pero la primavera era fría en la ciudad. No había excitación en sus piedras, ni en su sangre. Echó una ojeada, con su acostumbrado abatimiento, a las torres de la catedral sobre el lejano cauce del río, a las viviendas junto a los márgenes cercanos donde, de regreso, se había asomado. Arriba estaban las estrellas, y aquí y allí luces macilentas. Pequeños puntos de luz entre tanta oscuridad.

No había comido en dos días, pero había conseguido suficiente dinero para hacerse con una botella de vino barato en el café de la Rué Mort. Y para las otras cosas, las compras... ¿Fue ayer?
Había estado paseando toda la tarde, hasta que su propósito se esfumó con el ocaso.
Cual copos del día hundiéndose en el río. Notre Dame aux Luminères elevaba sus torres ante él, como si se elevara desde las mismas aguas, un edificio salido de una fábula.
Compuesto cual caballero, entró bajo la cúpula de incienso y sombras. De pie bajo las etéreas burbujas multicolores que eran derramadas en el suelo por las vidrieras emplomadas, prendió una vela.
(Mi nombre es Armand Valiers. Me presento, pues creo que ya no te acuerdas de mí, Señor. ¿Y por qué deberías acordarte? ¿Por qué enciendo una vela? Por un trabajo fenecido, una poesía muerta. Murió en mis manos. La quemé.)
Cuando la noche hubo difuminado las luces de los ventanales, Armand salió y empezó a cruzar el puente.

Caminaba lentamente, perdido no en sus pensamientos, sino en un país que se asemejaba débilmente al puente, al río, a los oscuros bancos —uno que se alejaba, otro que se aproximaba, ambos igual de irreales—, un país nutrido de los hechos y la atmósfera que le rodeaban, aunque los negara. A medio camino sobre el puente, el joven se apoyó en el frío pretil, balanceando su negra cabeza. (¿Dónde estoy, entonces, si no aquí? ¿Es éste un lugar que rememoro de un sueño? ¿Habré cruzado alguna barrera en el tiempo y en el espacio? ¿Y será este mundo como el que acabo de abandonar, engañado por unos instantes como si hubiese traspasado la superficie de un espejo?)
La impresión de cambio, de extrañeza, se tomó tan aguda que una sensación galvánica recorrió sus nervios. En ese instante, sin ninguna alteración aparente, miró por encima del pretil y observó a la chica muerta en el agua; aquella que un momento después, desde el otro parapeto, se convirtió en un cúmulo de objetos flotantes. Eso convenció a Armand, el poeta, de que, sólo cruzando el puente de uno a otro parapeto, él había traspasado los contornos de la realidad. Hada mucho frío. Temblando dentro de la poco apropiada capa, empezó a aproximarse con vivacidad hacia el pálido globo de la lámpara que bailoteaba allí, junto a su poco confortable banco que le servía de hogar.

La niebla se estaba elevando del rio, debilitando la pobre luz misteriosa como un telón de gasa. Mientras Armand se aproximaba con rapidez, le vino el impulso de que debía cruzar una vez más hasta el otro pretil, dejando allí, tal y como estaba, la misteriosa lámpara, en otro mundo parcialmente distinto, donde los harapos se convertían en muchachas ahogadas. En el presente, obedeció aquel impulso; era suficientemente sencillo acomodarse sobre la simple diagonal. Se apercibió, inexplicablemente, de que su corazón —aunque podía ser sólo la falta de alimento y el cansancio— le batía con urgencia. Acercóse aún más, contemplando con fijeza el nebuloso ambiente que rodeaba la lámpara.
Hasta que, de repente, una figura cobró forma bajo la lámpara en el extremo del puente.
Armand lo constató, continuando su marcha, aunque con mucha mayor lentitud. Oía sus pasos resonando agudos sobre el pavimento, por encima de los susurros remotos de la ciudad. Y, más alto aún, el jadeo de su propia respiración. Ahora podía incluso ver con claridad que la figura era la de una mujer. Estaba envuelta en una capa de terciopelo negro. Era una prenda como la que usaban los ricos y los aficionados a la ópera. Pero la arropaba por sí misma, como si ella misma estuviese viva, una criatura orgánica arropándola cual pétalos de orquídea negra. Detrás de su cabeza se elevaba un pétalo, una capucha como la cabeza erguida de una cobra enmarcando un rostro difuminado por la niebla. Se formó la impresión de sus rasgos. Eran aristocráticos y muy rígidos, quizá pobres de expresión. Excepto los ojos, que eran remarcados por unas largas e inclinadas cejas negras, y que mostraban un indescifrable azul en el párpado superior, el cual no estaba pintado ni sombreado, pero que sugería las traslúcidas alas de unos insectos cual iris, estampadas allí... Su boca era extremadamente generosa, aunque suave, y parecía dispuesta a sonreír. Aunque aquello debía tratarse, al igual que lo demás, de un espejismo de la niebla. Pero ahora toda la cabeza giró. Tras el camafeo, una melena nocturna orlaba la capa como gotas diamantinas que refulgían cual chispas. Una mano enguantada horadaba la capa cual cuchillo. El guante era de un curioso malva azulado, perlado y fosforescente, insustancial como la primera llamarada del gas.
La mano enguantada realizó el inequívoco movimiento de correr una cortina.
Comprensión tras comprensión se apoderaron de él... Armand aceleró de nuevo el paso, reincrementando sus palpitaciones, pero ya era demasiado tarde. La aparición se había desvanecido.
Alcanzando la lámpara, la elevó, tratando de penetrar el oscuro manto nocturno. No lo consiguió. Incluso llegó a llamarla una vez:
Mademoiselle Fantôme...

Su voz repercutió con un eco lejano en la noche.
No estuvo buscando por mucho tiempo. La náusea del hambre se le hizo presente,
impeliéndole a buscar, no comida, sino vino, calor, compañía humana.
Se apartó diez pasos de la lámpara y miró tras de sí: sólo la niebla, la irrevelante
mancha de luz, la oscuridad vaciándose sobre las aguas.

El café Vule en la Rué Mort estaba repleto, una caverna estentórea, sus paredes cubiertas de negras telarañas oscilantes, las mesas repletas de cartas, papeles, dados y vino tinto. Los bebedores, sentados con laxitud, hablaban, se insultaban, bajo una iluminación fría y mezquina.

En unos de los crepúsculos luminosos, Etiens Corbeau-Marc, medio cegado por su melena y por el resplandor de una vela, bosquejaba algo del lugar. Los trazos del
carboncillo eran concisos y penetrantes, con una ligera distorsión que tendía a añadir, más que a disminuir, realidad.(Un día, tales bosquejos se venderían por cientos de dólares americanos, aunque por aquel entonces Corbeau-Marc estaría cómodamente aposentado bajo tierra.)
—Recibo tu sombra en el papel, Armand, y sin agrado. Por favor, siéntate o lárgate.
Simplemente sal de mi luz.
—Mi sombra y la sombra de una botella de vino. ¿Alguna mejora?
—Oh. ¿Somos ricos esta noche?
—Oh. Somos pobres. Pero podemos beber. Y aquí llega la botella.
—Pero bueno, toma asiento, mi generoso amigo. ¿Ves a esa mujer? Tiene el rostro de
un caballo alado. ¿Crees que aceptará pasar a mi habitación?
—¿Por qué no? Todas las demás mariposas lo han hecho.

Armand vertió el vino en dos vasos lóbregos y bebió de uno con avidez de sediento,
cerrando los ojos. Pareció esperar unos instantes, como si la inspiración no le llegara.
Cuando habló, su voz sonó lejana y melancólica.
—Vi a una mujer junto al río, esta noche, a la cual deberías dibujar, Etiens.
—Dale mi dirección, previniéndola de que no le puedo pagar.
—Pienso... —Armand comprimió sus labios, hallada la palabra, pero tomó el vaso y bebió de nuevo—... que querría que se le pagara con sangre.
—Un vampiro... Excelente.
Etiens dejó su bosquejo y bebió.
—Armand, eres irritante. ¿Piensas trabajar o no? ¿Acaso me estás contando un sueño
que tuviste? ¿Cuándo comiste por última vez?
—Ayer, creo. O el día anterior... ¿Soñar? Ya no sueño, ni dormido ni despierto.
Armand apoyó sus brazos sobre la mesa y acomodó su cabeza entre ellos. Dijo algo
inaudible.
—No te oigo. Has interrumpido mi trabajo, así que al menos podrías darme conversación.
—Decía que he consumado mi último desastre esta mañana. Un instante antes del
mediodía. El reloj dio las campanadas poco después, y entonces salí a pasear por el río.
Cuando regresé, había anochecido. Había una lámpara encendida al final del puente, y allí se hallaba una mujer envuelta en terciopelo negro y guantes fosforescentes, con el rostro de la virgen madre de Monsieur.
—¿Cómo? Ah, te refieres al Diablo. ¿Le hablaste?
—No.
—¿Temiste una desilusión? Sin duda fuiste juicioso. Probablemente fuera alguna
prostituta sin fortuna.

Armand rellenó su vaso por rutina. Parecía como si para él fuera igual que beber
agua. Sólo un ligero temblor en sus gestos conllevaba la idea de que era vino.
—Es extraño. Al principio me sorprendió. Pero entonces... tuve la impresión de haberla visto una o dos veces con anterioridad. Se desvaneció, Etiens. Como una llama al consumirse.
—Quizá fuera una bruma...
—No entre la niebla...
—Esta noche compraré queso y embutido —dijo Etiens—. Me sentaré severo ante ti, hasta que lo acabes.
—La comida me enferma —dijo Armand.
—Por supuesto que te enferma. Tu estómago ha olvidado lo que es comida. Comes cada diez días, y tu cuerpo grita: «¡Socorro! ¿Qué es esta sustancia extraña? Estoy siendo
envenenado».
—La mujer —dijo Armand—. Sé quién puede ser.
Etiens Corbeau-Marc consiguió otro recorte de papel y empezó a dibujar de nuevo.
Esta vez no era nada del Café Vule. Armand se contorsionó abruptamente, angustiado.
Una pilluela apareció sobre el papel, escueta como un lápiz, su pelo rubio flotaba,
parecido al de Etiens, quizás algo más rubio. Sus ojos se convirtieron en blancas estrías sobre la cuartilla, la de papel de estraza, cuando él los rasgó delicadamente con la uña de su meñique, como si quisiera cegarla, o encubrir sus verdaderos ojos.
—¿Quién es ésta?
—Querido Armand, tengo un vago recuerdo. Un retazo de mi infancia. Por alguna razón, ahora me ha venido a la memoria.
—Algún día, estos bosquejos valdrán montones de francos, cajas llenas de dólares.
Cuando tú estés salvaguardadamente muerto, Etiens, en una fosa común.
Armand elevó su cabeza, aunque la de Etiens permaneció sobre su dibujo, y halló
entre ambos, rojiza cabellera en la rojiza penumbra, cual crepúsculo de marzo, el ocasional tercer miembro de aquella mesa en el Café Vule.
—Pajarillo —dijo Etiens—, dulce France, estás ante mi luz. Mueve la vela, muévete
tú, o mueve la tierra, pero hazlo con prontitud.
—La tierra se ha desplazado —dijo France, sentándose ante la mesa y sirviéndose un
vaso de vino.
Ya había estado bebiendo y sus amplios párpados superiores estaban parcialmente
abatidos cual blancos velos.
—Vaya, vaya, estoy aquí para refugiarme, nada de terremotos. Ya tuve suficiente en
mi habitación.
—¿En qué problema te has metido ahora, ángel caído? ¿No será que Jeannette por fin
ha entrado en razón y te ha abandonado?
—Jeannette hace un mes que se fue. Se estaba convirtiendo en una esposa, en una
madre... Come esto, siéntate aquí, quédate en casa. Todo enmendado, el habitat
horriblemente limpio y mostrando las desafortunadas características de su necedad, y
ragoút. Todo lo que me sabía cocinar era ragoût. Y dos vasos de vino, ni uno más. Y
lágrimas. ¿Con quién has estado? ¿Dónde has ido? Dime que me amas. ¿Por qué no me
amas? Y mi piano... Oh Dios, Dios, Dios. ¿Sabes qué llegó a hacer?
—Bien, ¿qué? —exclamó Etiens.
—Armand, no estás escuchándome.
—Sí, te escucho.
—Mi piano... Trajo un hombre para que lo tasara.
Etiens palmeó la mesa con su mano. Armand soltó un altisonante gruñido de asombro.
—Bueno, supongo que te proporcionaría algún dinero.
—Palabras textuales. «Nunca lo tocas», me dijo. «¿Dónde están los conciertos, los
preludios... ? Sólo haces música en la cama con otras mujeres. Mientras, nos morimos de hambre.»
France bebió del vino, esta vez directamente de la botella. Se quedó observándoles.
—Tiré sus ropas por la ventana y sus malditas flores en tiestos. Estuve a punto de
tirarla a ella también, pero huyó gritando.
—Pobre niña —dijo Etiens—. Pero entonces estaba loca para vivir contigo. Usas las
mujeres como si fuesen harapos.
—Tengo otro harapo ahora.
Armand recuperó la botella: el vino había desaparecido. Volvió a cerrar los ojos. Las
profundas ojeras sobre sus mejillas le hacían parecer un niño exhausto.
—Esta última parecía entender —dijo France—, y tenía algo de dinero. Pero va hoy y
me dice: «No estoy celosa de tus mujeres, tengo celos de la música que tienes en la cabeza.
Estoy celosa de la Dama Negra, el piano. Te sientas y lo acaricias, pero estás cansado de mí». Lo cual es cierto. Es sombría. La he echado.
—¿Defenestrada? —dijo Etiens—. Espero que no.
—No, no, por Dios. ¿Quién tiene dinero para más vino?
—Pan y vino —dijo Etiens.
—¿Eres rico hoy? —preguntó France.
—Alguien me compró un dibujo. Oh, una venta modesta. Algunos francos.
France se dirigió a Armand.
—Bebida, comida. Despierta. ¡Alégrate! Baila sobre la mesa.
—¿Alegrarme? ¿Cuando no puedo escribir más?
—Vaya porquería.
—No puedo, de verdad.
—Ni yo puedo escribir una nota —dijo France—. Jeannette y sus lamentos me lo
impidieron. Y Clairisse, con sus locuras. Surge una melodía... es la melodía de otro
hombre. El desarrollo se desvanece, cae, expira. ¿Pero puedes verme? Mira. Continúo. Ya regresará.
—El vino solía ayudarme —murmuró Armand—. Antes de aquello. .. Me parece imposible cuando lo recuerdo... Simplemente estar solo, pasear hacia algún lugar...,cualquier parte. Las visiones florecían, como suspiros. Me era casi imposible contener las ideas, casi imposible controlarme para no empezar a gritar en la calle de puro éxtasis. Y ahora, nada. El vacío. Necesito algo más que bebida, o soledad. Necesito algo, un ácido cauterizante, para liberar lo que llevo dentro. Está ahí. Puedo sentirlo, aleteando en el interior de mi mente como un pájaro en una caja. Dios mío, ¿qué será de mí?
—Tranquilízate —gruñó France—. Me estás turbando. Estás empezando a parecerte a Jeannette.

Llegó el vino, el pan y el queso.
Etiens apartó sus bosquejos. El de aquella extraña muchacha cayó al suelo bajo la
mesa, donde algunos pies, ignorantemente, lo estrujaron.

El mismo grupo se había convertido en uno de los dibujos de Etiens. Teatralmente
difuminados por luces y sombras, empapados de la luminosidad amarillenta de la vela
campeando sobre una botella de vino, los tres jóvenes desmenuzaban salvajemente el pan.
Cuan semejantes eran entre sí de una manera incoordinada, más extraordinaria.
Ninguna similitud de los cuerpos; aunque en cierta manera eran semejantes: escuálidos en sus raídas prendas, que en France eran además chillonas, al igual que su pelo, y con sus rostros demacrados y desesperados; en ellos, también confluían tres aspectos de un todo unitario. Pobreza, hambre, tenacidad, desesperación, y posiblemente genialidad. ¿Pero quién, a esa hora, podía estar seguro de ello? El Artista, el Compositor, el Poeta. Rubio, pelirrojo, negro, cual piezas de ajedrez de un juego a tres manos.
—¿Dónde está tu bosquejo?—preguntó France de repente.
Se pusieron a buscarlo, el ojo blanquecino y picaruelo... Alguna bota lo había
pisoteado sobre el suelo. France soltó un juramento. Armand propuso poner patas arriba el abarrotado café.
—No importa —los apaciguó Etiens—. Estoy contento de que se haya ido. No era como yo lo quise. O aún más, demasiado como yo lo quería.
—Me había traído a la memoria aquel viejo verso —dijo France, bebiendo de la segunda botella—. Y no sé por qué. Pero ¿os acordáis a cuál me refiero? Una clase de adivinanza. Un círculo y tres figuras, tenías que unificarlas al final pero permanecer fuera del juego. ¿Cómo era? Elle est troisSoit! Soit! Soit!
Armand lo observó:
Mais La Voleuse, La Séductrice...
—Eso es —gritó France. Un cerco pálido surgió sobre sus blancos pómulos—. La
Séductrice et Madame Tueuse...
Ne cherchez pas —finalizó Etiens.

France se elevó, elegante y violento, elevando la botella, ahora él solo. Se deslizó por el café, esporádicamente colapsado, mientras aquí y allí alguna mujer reía con sorna, o alguna voz se le unía.

Elle est trois.
Soit! Soit! Soit!
Mais La Voleuse,
La Séductrice
Et Madame Tueuse
Ne cherchez pas!
Ne cherchez pas!


France se abatió sobre su silla de nuevo. Y le pasó amorosamente la botella vacía a
Armand.
—¿Qué demonios significa?
Etiens, que no estaba borracho, dijo tristemente:
—Significa muerte.
Elle est trois... Ella es tres.
¡Bien! (Uno.) ¡Bien! (Dos.) ¡Bien! (Tres.)
Pero la Ladrona...



La Ladrona.

La lluvia primaveral, fría como el hielo, caía espesa sobre las calles y Etiens iba
andando hacia su morada. Su bella melena se le aplastaba sobre los ojos; sus zapatos
rebosaban agua. Era media noche, el reloj de la Catedral desgranaba sus tañidos, un lobo aullaba al otro lado del río. Nuestra Señora de las Luces, con las velas consumiéndose y muriendo en sus pétreas entrañas.

Lo de la venta del dibujo había sido una patraña. Pero había creído oportuno colaborar con la comida. ¿Acaso importaba? Etiens consideró la belleza de las palabras tras las que se ocultaba la dama que tenía aterrorizado a Armand, las sonatas abortadas por los apetitos y la falta de sentimientos en France. Pero, aun así, Armand había tenido sus visiones en el puente. France tocaba el aporreado piano y las notas flotaban en el aire.
(Y yo, puedo crear pinturas en hojas de papel y lienzos: pinturas buenas o malas,
pero incesantes, correspondientes, nutritivas. Vida. Vida.)
Sí, pero aún recordaba.

La Voleuse.

¿Cuántos años tenía entonces? Seis o siete. Probablemente siete. Había estado enfermo; esa era una experiencia, aunque vivida, curiosamente desperdigada en su
memoria —una fiebre infantil—. Un grotesco desinterés en todo lo concerniente a su
persona y una desconcertante falta de comprensión ante sí mismo y en lo que debía ser.
Luego había unos retazos monocromos; sombras perfiladas por una luz, una luz
excesivamente brillante para nacer; murmullos de voces, y su madre alimentando una
irritabilidad que, en medio de su penuria, abandono y desesperanzamiento, le provocaba el tener casi que amamantar a una criatura enfermiza. Estaba, por alguna razón, recuperando el incidente más definitorio de todo ello: el de tener que serle dada el agua a cucharillas porque su debilidad le impedía incorporar la cabeza. Por supuesto, no había tenido miedo. La propia absorción de la infancia, su ciega confianza, obviaban todos los temores. No había tomado conciencia de la muerte, aunque ésta, de alguna manera, debía haber estado aleteando sobre él, con los hedores del ajo y la madera podrida. La muerte aquella vez quizá lo visitó una noche en la forma de una enorme polilla parduzca, observándolo en su inconsciencia con sus ojos resplandecientes.

Más allá de las pequeñas ventanas de la buhardilla, en los traseros de la casa había
un detalle inusual, una balconada cuya balaustrada de hierro forjado semejaba una tela de araña. Un par de macetas rotas con geranios muertos colgaban en la penumbra atadas a la baranda. La suciedad, marchitos tejados, y diminutos retazos de claridad solar, y, cinco pisos más abajo, se contemplaba un patio de guijarros de una cruda e incomprensible falta de belleza.

Su primera toma de contacto con otros niños llegó, un día, desde ese mugriento balcón al otro lado de la ventana.
¿Quién es ella? ¿Cómo se introducía? Se sentaba en el marco de luz lunar que a veces
bañaba el suelo entre su cama y la ventana. La estufa estaba encendida, pero ahora se
había apagado. Detrás de un biombo cruzado en medio de la habitación la madre y el
padre roncaban u observaban.

La niña se sentaba sin pestañear en la mancha de luz, observándolo.
La vio unos instantes. Luego se durmió de nuevo.
Por la mañana se había ido y cuando habló de ella le comentaron que había estado
soñando.
El ático solía también estar impregnado del aroma de la sopa de berzas, que Etiens
recordaba con una ligera aversión, dado que como niño de siete años no le ofendía.
El adulto seguía bajo la lluvia y cruzó una plaza. Pensaba en la Voleuse, la Ladrona.
La había vuelto a ver muchas veces después de aquello.

Al principio permanecía cerca de la ventana, carente de expresividad. Luego se tomó
más familiar y empezó a cobrar emotividad. De repente le sonrió, y él se hizo un retrato de sus rasgos. Su tez era morena, su cabello un despojo blancuzco. Sus ropas también estaban descoloridas y eran harapientas, pero de una manera más concisa cual si unos agujeros hubiesen sido premeditadamente cortados sobre ellas, en vez de ser rasgaduras o desgastes por el uso continuo de las prendas. De alguna forma era como una diminuta y escandalosa versión de Pierrette y, en efecto, empezó a hacer payasadas. Se paseó por la buhardilla ruidosamente, balanceándose sobre las manos, haciendo volteretas, dando saltos mortales, todo ello con una facilidad inusitada tal, que él tuvo que contener su risa tapándose el rostro con un extremo de la sábana. Sólo cuando se aproximó, pudo percibir la blancura de sus ojos, exceptuando dos diminutas manchas oscuras en las pupilas. Su mirada lo aterrorizó por unos instantes, haciéndole recordar la de un perro ciego en la Rué Dantine. Pero, dada la evidencia de que ella podía ver a la perfección, su terror se esfumó.
Luego de estar actuando un largo tiempo para él, ella se rió silenciosamente y
saliendo con premura, directamente a través de la ventana, desapareció. Eso no parecía peculiar. Pudo asumir, si es que había algo esencial que asumir, que ella tenía una cuerda,y que usándola se había descolgado del balcón. Era tan ágil que, incluso en sus pensamientos de adulto, le pareció medianamente factible.

El niño convaleciente estaba disgustado. Habría deseado unirse a sus juegos. ¿Iba ella a regresar?
Cual si quisiera exasperarlo, se dejó caer por allí algunas noches. Se hallaba él en ese período de la convalecencia en el que todo se le estaba volviendo tremendamente
aburrido; estaba todavía demasiado debilitado como para poder entretenerse jugando,
pero mentalmente inquieto, ansiaba divertirse.

Esa noche sus padres lo habían dejado solo, pues ya estaba lo suficientemente
recuperado como para valerse por sí mismo. Se habían ido a una boda. Habría dulces y
licores. Su madre le había prometido traerle una caja llena de pastelillos, pero él estaba empezando a dudar de su promesa.

Se había adormecido cuando oyó las campanadas del reloj al otro lado del no: las
nueve en punto. La estufa estaba apagada y hacía tanto frío como oscura estaba la
habitación. El Etiens niño se aprestó para acurrucarse más profundamente entre las
mantas, y fue entonces cuando vio a la otra niña, la pálida Pierrette, entrar por la ventana.
Y por primera vez se dio cuenta que ahora, al igual que en las ocasiones anteriores, la ventana había estado, estaba, cerrada. Quería preguntarle el significado de aquello, pero ella se lo anticipó, bailando ante él con sus peculiares harapos. Estaba tan sorprendido, tan cautivado, que permaneció callado. La gratificación fue inmediata. Ella empezó a realizar malabarismos increíbles. De un gran salto, dio un mortal hacia atrás, acompañado de un jhoop!, luego haciendo la vertical, se balanceó sobre sus manos: casi sobre las extremidades de sus dedos. Volviendo a ponerse de pie saltó —sus saltos eran como los de un gato—, para ir a aterrizar encima de la mesa. Giró sobre sí misma hasta llegar al extremo, se desplazó al respaldo de una
silla y caminó por él. Saltó de nuevo, y se detuvo a descansar sobre la punta de un pie, permaneciendo inmóvil cual estatua en un pedestal, sus brazos extendidos grácilmente.
Desde esa posición, ingrávida y en total equilibrio, haciendo señas, le ofreció la segunda sorpresa.

No se lo podía creer, le estaba invitando para que se uniese a la diversión. Estuvo
seguro de que ella le mostraría sus trucos. Los realizaba con tal facilidad que, aun en el tiempo, preveía no obstante la certeza de que bajo sus indicaciones —cosa que a él solo y trabajando en un rincón, le sería imposible—, con su mera aprobación, le sería dable el aprenderlos. Así que salió de la cama, poniéndose en pie, su amiga le sonrió arrebatadoramente.
Luego, cuando empezó a aproximársele, descompuso su inmovilidad y volvió a
desvanecerse a través de la ventana.

Tuvo un desvanecimiento. Ahora, en el preciso instante en que había decidido tomarle confianza. ¿Iba ella a romper el hechizo?
Para entonces se dio cuenta que se había quedado en el balcón, al otro lado del sucio
cristal. Su blancura contrastaba, cual una lámpara, contra el oscuro cielo invernal y la ringlera de oscuros tejados, que iban geométricamente disminuyendo en la perspectiva que enmarcaba el desconchado marco de la ventana. Y de nuevo, ella lo llamó haciéndole señas.

Se las apañó para abrir la ventana y salió tras ella. El frío lo sacudió como una mano, la mano de su padre furioso. Pierrette le sonrió silenciosamente, brincó y de repente apareció encima del pasamanos de la baranda. Riendo sin ningún sonido, ella empezó a correr de uno a otro lado del breve perfil metálico y, a pesar del frío, él permaneció en trance. Sobre su cabello cual estropajo metálico, las estrellas titilaban con gélido resplandor. Parecían adornar su pelo atrapadas por él y, dos de ellas, tornáronse sus ojos.
Al final del balcón, donde colgaba una olvidada prenda de ropa, ella se detuvo. Con
su mano alzada le mostró lo que quería que hiciese.

Salta, salta, sígueme a lo largo de la balaustrada. Eso era lo que su mano, su cara — tensa y oscilando—, las chispas de sus ojos, la postura de su cuerpo, le incitaban a hacer.
Incluso sus harapos oscilaban ante él, indicándole, mostrándole cuan sencillo era.
Dudaba. No por preocupación, exactamente, sino de asombro. Como si de un sueño milagroso se tratara, nunca se le había ocurrido anteriormente pensar cuan sencillo podía resultar un acto de esas características. Por supuesto que era sencillo, simple.
Como para acabar de decidirlo, ella recorrió de nuevo la balaustrada. El pasamanos
debía tener una pulgada de ancho y allá donde se curvaba, aún menos. Sus pies se
deslizaban sobre ella con seguridad, y él supo que, fuera lo que fuera lo que ella hiciese, él estaría, en aquel momento, capacitado para hacerlo.

Aun así, tomó precauciones al encaramarse encima de los tiestos y de ahí a la
baranda, cuidando, no de no precipitarse cinco pisos más abajo, sino de no caer de
espaldas en el balcón. Con la misma delicadeza se irguió sobre el metal y sus pies lo abrazaron. Su desnudez fue quemada por aquella helada frialdad que le hirió las plantas, pero eso no le preocupó. Pierrette estaba en éxtasis. Aplaudió, deslumbrante. Vamos, haz como yo. Oyó, muy lejano, un jadeo ahogado en la habitación tras él. En un principio no le preocupó, pero luego se dio cuenta, con sorpresa, que estaba perdiendo el equilibrio.
Miró a Pierrette esperando que le indicase lo que debía hacer, pero Pierrette se estaba riendo, riendo de él. ¿Podía ser que no se diese cuenta de lo que le sucedía?

Siguió un largo, un largo e inexplicable segundo mientras caía de la balaustrada sobre sus pies, y todo el mundo le bailaba alrededor. Instantáneamente, todo él se
derrumbó. Sus manos dieron en el suelo, pero eso no fue un acto reflejo. De hecho, todavía no había tomado conciencia de lo ocurrido. Incluso las estrellas cayeron con él, y con ellas se esfumó Pierrette.
En su lugar un estallido de terror, una conclusión espantosa. Atontado, se halló a sí
mismo en medio de una tormenta de golpes y gritos.

Su padre, excesivamente borracho para razonar —de razonar habría entendido que le
era imposible alcanzar a tiempo al niño en su caída—, se abalanzó hacia la ventana
quedando semiinclinado sobre el vacío, y tiró de su hijo hacia atrás. A continuación,
ambos quedaron tendidos sobre el balcón entre una conmoción de macetas.
El penetrante vaho etílico que desprendía el aliento de su padre y los aullidos de su
madre, entonces ya relajada, desmoronaron al muchacho, que empezó a llorar.
—No deberíamos haberlo dejado solo. Nunca, nunca. Estaba caminando en sueños...
Etiens vio, entre sus lágrimas, que ella se había olvidado de traerle los pasteles. Se atrevió a echar una ojeada al balcón, para constatar que la pálida criatura había
desaparecido.

Se fue para siempre. Nunca más la vio. ¿Pero qué —podía preguntarse, y de hecho lo
hacía de vez en cuando— fue aquello, esa aparición? ¿Algún desvarío provocado por la
fiebre? ¿Algún espíritu que habitaba en el ático, quizá un niño que había muerto allí en circunstancias similares, y ansioso de ver otro evento como el sufrido por él? ¿O una conjuración del Diablo, de Monsieur le Prince?

La estrofa se lo había dicho. El verso, aparentemente, lo conocía. Sabía de Lady
Muerte, en sus tres aspectos —Elle est trois. Soit! Soit! Soit! Mais La Voleuse—. Sí, qué otra cosa había sido Pierrette si no una ladrona, vestida como uno de ellos además, o disfrazada, caracterizando a uno. Un ladrón de vida que le hubiese robado la existencia con alguno de sus trucos.

Etiens, girando por una esquina, se escuchó a sí mismo recitando el verso una vez
más, en voz alta. A cada estrofa la lluvia le entraba en la boca.
Ella era tres ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así la Ladrona, la Seductora, y Madame Carnicera.
Ne cherchez pas.
—No las busques —dijo de nuevo.

¿Por qué nunca le había contado a Armand su macabra historia? Una vez, cuando tenía siete años...
Armand, aunque desvirtuándola, podría usar la idea. Incluso él mismo, el pintor,
¿por qué no había, hasta entonces, tenido el coraje para detallar la terrorífica muchacha con ojos de nieve? Sólo un boceto, esa misma noche, y aun así había desaparecido.
Etiens se orientó, elevando su cabeza ante la tumultuosa cortina de lluvia. Juró,
aunque ritualmente. Había tomado un camino equivocado y se había dirigido, en vez de a su morada, al lóbrego barrio de escaleras y tiendas sombrías en el que vivía France con su piano y con cualquier mujer lo suficientemente loca como para soportar su parasitismo.

Mirando ante él, Etiens observó un callejón, y a lo largo de su calzada de anchos escalones, el derruido almacén sobre el cual se había instalado el compositor. Habían luces resplandecientes allí arriba.

(¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago aquí? No entiendo qué razón me ha hecho venir aquí. ¿Acaso pretendo visitarle a estas horas de la noche? Puede ser que ni siquiera se
encuentre allí. En verdad, dejó el café antes que yo. Lo más probable es que esté bebiendo en alguna parte, o con alguna mujer que no sea la que está ahí arriba ahora, lamentándose por su desinterés.)

Desde el alma de la lluvia y de la noche, circunstancialmente del derruido almacén
que apuntaba el habitat de France, una mujer empezó a llorar frenéticamente.



Habiendo dejado el café antes que los otros, France no había retornado de inmediato
a su habitación sobre el callejón. Estuvo tomándose un par de copas con una mujer que
conocía, la trapera viuda, que vivía detrás del mercado. Manteniendo un romance ficticio, con la pretensión de desear acostarse con ella —era una mujer plana e inapetecible—, France había conseguido bastantes cosas a cambio de nada, incluyendo una selección de espectaculares corbatas.

Unos minutos antes de la medianoche, de cualquier forma antes de que el reloj
dorado de Notre Dame aux Luminères diese las doce, empezó a ascender los escalones de
piedra dirigiéndose hacia la habitación que Jeannette tratase, de una manera enfermiza y desesperada, de conservar. Estaba muy borracho. En una neblina alcohólica que, francamente, no le permitía ver más allá de su propia nebulosa. Así que, cuando halló la puerta abierta, no se preocupó mucho. Seguramente, disgustado como había estado, la había dejado así él mismo. De todas formas, nadie se iba a hacer rico robándole. Excepto el piano, demasiado largo y pesado para interesar a un ladrón normal. ¿Qué poseía? Nada.
El piano. Su «Black Mistress».

Una sonrisa burlona le brotó de su interior. Exacto. Su Dama Negra. Su frío corpachón dispuesto a entregarle sólo la música de otros.
No se detuvo para encender una lámpara. Cerrando de un portazo se dirigió, tanteando su camino, al otro extremo de la habitación. Allí depositó sus manos sobre el
teclado, a ciegas. La disonancia le chirrió en los oídos, contusionándole el mismísimo cerebro, y le soltó una retahíla de improperios. A ella, ¿por qué no? ¿Por qué no? Era ésa la única hembra cuya identidad le era ignota e incortejable, y no le era posible abandonarle, al igual que había hecho con legiones de mujeres, incluida la sumisa Jeannette, que se le adhería como un desdichado reptil. Hasta aquella puta de Clairisse, quien le entendió tan bien que trató de utilizar su conocimiento para dominarlo. A ella también le mostró la puerta, y la cruzó llorando y amenazándole. Pero allí, solitario, permanecía su único demonio, sobre sus cuatro piernas, mostrando sus descoloridos dientes en una mofa animaloide.

France se sentó ante él, cual un furioso penitente en medio de la oscuridad. Había tan sólo un ligero resplandor, colándose en la pieza desde una ventana iluminada al otro lado del callejón, suficiente para hallar su camino sobre las teclas. Así que una pieza deltemperamental Monsieur Beethoven sena adecuada para la ocasión.

Cuando las notas se elevaron, pensó con malicia en los vecinos despertándose aquí y
allí, y gruñó divertido.
—¡Despierten, despierten, mes enfants! Es el fin del mundo.

Luego, a mitad de la pieza, se cansó y lo dejó.
Miró de soslayo al teclado. Sus manos se depositaron sobre las teclas y una cascada
de notas pasó por su cabeza. Se incorporó prestando atención a la melodía, ávido de seguir el insistente impulso, pero algo lo distrajo, algo ante lo cual tuvo que echar un vistazo, confundido, y que le hizo perder el hilo de la melodía harmónica; al tratar de conservarlo e intentar darle un sentido a lo que estaba viendo, falló ambos objetivos.

La inapropiada iluminación que entrando por la ventana había clareado una parte
del piano, una tenue claridad que él mismo había, esporádicamente, ocultado con el
movimiento de su cuerpo, ahora, una vez modificada su postura interferente, se dividía sobre el piano curiosamente en dos campos de oscuridad.

Era una oscuridad singular, abstracta, como una jiba incongruente que lentamente —
informe en un principio— fue engrandeciéndose...
France se giró y se puso en pie inquieto, derribando la silla al hacerlo.
Había algo allí, al otro lado de la habitación; una oscuridad más oscura que la
oscuridad. Y la ventana abierta tras de sí aún la oscurecía más. Siguió levantándose; tuvo la peculiar sensación de la masa creciendo en el horno.
—¿Quién es? —preguntó France.
Las posibilidades surgieron jocosas y desagradables. En lugar de aproximarse para
encarar al intruso, se aprestó para pelear. Consideró que quizás Jeannette había regresado para congratularse de nuevo con él, o podía ser que algún acreedor estuviese allí agazapado a la espera.

La figura que había alcanzado su tamaño natural y ahora permanecía en éxtasis, ¿qué
era? Se vio un tenue resplandor, una luz de una vivienda reflejándose sobre la empañada ventana.
France tomó una cerilla y la encendió salvajemente.
La llama estalló como la detonación de una bomba, voló por el aire, una hojita
luminosa, y desapareció. France se quedó mudo. Había visto algo que le resultó
inconcebible y su terror le dejó paralizado. No obstante, empezó a retroceder, tratando de alcanzar la puerta.

No llegó a alcanzarla.


El grito había finalizado casi tan pronto como empezó, pero, aun así, se abrieron las
ventanas y desde ellas había gente observando. Al fondo del callejón se podía ver un
vehículo, semidifuminado entre la lluvia. A los pies de la escalera que conducía a la
habitación de France se hallaban dos policías, que no permitieron que Etiens entrase. Una pequeña multitud se había congregado. Algunos eran vecinos de la misma finca, e intentaban echar un vistazo al piso superior. De entre el grupo, Etiens pudo oír un sonido desagradable y quejumbroso; luego los individuos fueron retirándose.

Mientras permanecía allí, con las tripas revueltas de aprensión y malestar, Etiens
pudo ver el pálido rostro de una mujer joven. Rígida, en una postura maniática y
artificiosa, era escoltada por dos policías bajo la lluvia. Al día siguiente podría leer en los periódicos que era Clairisse Gabrol, la primera mujer de un empobrecido compositor que había cesado de pasarle para su despecho sus presentes monetarios y que, consecuentemente, lo había asesinado. El tipo de arma usado era una incógnita. En la penumbra de la escalera Etiens no pudo darse cuenta de los desgarros que había en sus vestidos y abrigo. Poco después descendieron el cuerpo desde el primer piso camino al depósito. A pesar de estar cubierto, Etiens no pudo menos que constatar la enorme cantidad de sangre. En el portal, uno de los policías que había estado en el piso superior se arqueó y vomitó convulsivamente dentro de un cubo.

La escena de la habitación fue más tarde descrita como una carnicería. Etiens leyó esa frase con frialdad.

Et Madame Tueuse

La vecina, cuyo grito había alertado a Etiens, fue la primera en entrar en la habitación de France y llamar a la policía. El enfermizo recital de piano la había despertado, y se quedó ante la puerta del pianista, reuniendo fuerzas para llamar y enfrentarse con él, cuando una sucesión de inidentificables, extraños y alarmantes ruidos la paralizaron en lugar de hacerle ir en busca de ayuda. No le fue posible dar una explicación de por qué tuvo la convicción de que allí estaba ocurriendo algo diabólico. Fue su memoria retentiva pero inconsciente la que le había informado. La analogía con una carnicería no había sido gratuita, y ella, que visitaba con asiduidad dichos establecimientos, reconoció, inequívocamente, el familiar e inconfundible sonido que obviamente nada representaba en la vivienda de un hombre entrada la noche.

Sólo había una incógnita. France no había gritado, ni siquiera cuando el cuchillo de
carnicero, que Clairisse había premeditadamente robado unas horas antes, le seccionó su mano izquierda a la altura de la muñeca y la derecha a medio camino entre los nudillos y la muñeca. Probablemente se habría quedado contemplando sus manos de pianista, allí en la oscuridad, anonadado ante una pérdida tan repentina y absoluta. Pero entonces, el cuchillo le separó el cuello, eficientemente, cual una gillotina, y todas sus preocupaciones concluyeron.

Así que había sido Clairisse únicamente, una de las muchas absurdas y estúpidas
mujeres que habían amado o pensaron que amaban, y sufrieron por ello. Una, no obstante, fue distinta, y quiso que France sufriese también. Sólo Clairisse, entonces, quien con la colosal fuerza de su locura había descuartizado a su amante a pedazos y los había esparcido por la habitación. Sólo Clairisse, quien había sido por unos minutos Madame Tueuse, la Carnicera.

Pero no fue a ella a quien vislumbró France con el resplandor del fósforo. No había
sido Clairisse quien France vio posada ante él.
Era muy alta, al menos hacía pensar en los dos metros. En la mejor tradición de su
profesión, una tradición adoptada más por los militares que por la rama civil de su
fraternidad, vestía de naranja. Salpicada por sangre fresca, justo tras el acontecimiento, podía volver a parecer inmaculada. Daba la impresión de que hubiese bañado su toga de largas mangas en sangre, antes de empezar. Su cabeza, también cubierta de un extraño tocado, daba la impresión de ser, con sus dobles alas extendidas, la de una monja perteneciente a una extraña comunidad. Encuadrada por ese marco, su cara parecía arrugada, blanquecina y oculta. Genuinamente oculta, pues los párpados estaban firmemente cerrados, cerrados de una manera que daba la impresión de que, por alguna razón, seria imposible elevarlos. Las manos también estaban pálidas; debieron resaltar la sangre al ser salpicadas. Eran sensitivas, de largos y finos dedos de artista. Por el instrumental que le colgaba de la cintura, se adivinaba que sus métodos no debían ser siempre tan rústicos como en esa ocasión. Había varios cuchillos de diferentes tamaños; algunas dagas; un puñal; incluso una solitaria, aunque de considerable tamaño, aguja de punto; una navaja de afeitar; tijeras; un trozo de vidrio; un alfiler de sombrero y algunos objetos más, no todos fácilmente reconocibles. Todo se veía cuidado y abrillantado.
Mantenido, listo para ser usado.

Vio cómo se le acercaba, pero sólo fue una sombra. Tras la llama del fósforo quedó
poca luz en la habitación. Tras el primer tajo, los ojos de la mujer se abrieron en toda su amplitud. Cada uno de ellos era un vacío transparente, configurado como un cuenco diminuto; y como un cuenco, cada ojo se fue llenando de un rojo puro y resplandeciente.
Y de alguna manera, a pesar de la deficiente iluminación, él vio, vio...

Hasta que todo desapareció de su vista.



Cuando el reloj de Notre Dame aux Luminères dio las campanadas, dando comienzo
a un nuevo día en medio de la oscuridad, Armand se despertó de un sueño intranquilo. La habitación, la suya propia, estaba más velada que iluminada por el débil resplandor de una lámpara. La cama, una añeja tabla de matadero sobre la que se había echado, ahora lo repetía, le forzaba a sentarse y le predisponía a incorporarse. Sobre la mesa, ningún manuscrito que le llamara la atención. Había, no obstante, algo.

Armand echó un vistazo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si nunca
antes hubiese visto tales adornos, aunque él mismo los hubiese comprado y acumulado el día anterior o cualquier otro.

Por lo tanto era estúpido que lo contemplase ahora con tal sorpresa. Y en efecto, la
disposición tenía su atractivo, algo que Etiens hubiese gustado pintar. Los utensilios eran bellos por sí mismos.
La preparación no era muy compleja. Para conseguir su objetivo le sería necesario
muy poco tiempo.

Armand se acercó a la ventana y la abrió de par en par ante la oscura y lluviosa
noche. En la lluvia, toda la ciudad parecía que estuviese sumergida bajo el rio. (Entonces, somos nosotros los inundados, los extraviados, los que todavía mesuramos nuestros esquemas, nuestros rezos, como si ahora eso tuviese importancia.)

Al otro lado de la ciudad, el sanguinolento cuerpo que había pertenecido a France
estaba siendo conducido hacia la morgue. Armand desconocía esto, y aquello, cuando
minutos antes, pasmado y calado hasta los huesos, Etiens había pasado por debajo de la débilmente iluminada ventana del estudio del poeta, y dándose cuenta de su total
incapacidad para llamar a la puerta de Armand, se alejó de nuevo.

El poeta contempló la oscuridad exterior. Tejados y chimeneas se perfilaban contra el
cielo. Aquí y allí un resplandor evidenciaba, como la claridad de una visión, la vigilia de otras personas; pero sus motivos quedaban encubiertos.

Armand no supo de la muerte de France ni de la pálida muchacha de Etiens. En
posesión de estos acontecimientos, recopilándolos bajo su propia perspectiva, bajo su
propio conocimiento de adonde la noche lo había llevado cual barco fantasma, el poeta
podía haber representado esta historia de manera distinta. Habría, por ejemplo, prestado meticulosa atención a la causa, cual romántico matemático, por la cual tales elementos se habían configurado uniformes, envueltos por las horas que el gran reloj había ido proclamando a campanazos desde las siete de la tarde hasta las cercanas tres de la madrugada. ¿Cómo habría podido ser? Una señal, posiblemente con la enfermedad como trasfondo, que habría dado a Etiens, durante su infancia, la primera imagen de la muerte: los blancos ojos de Pierrette, y que una vez pasada a France por ignorancia o dejadez, habría sugerido en éste la segunda conformación, la monstruosa monja con su hábito de sangre. Mientras, Armand, haciendo un retrato del destrozado cuerpo de France, podría, ingeniosa o desesperadamente, llegar al aspecto definitivo de la llamativa tríada.

Pero Armand, un temperamento zarandeado por los acontecimientos, y no por sus
mensajes, no había dado a la estructura aparentemente fortuita —aunque inmensamente
terrible— la suficiente información como para poder saber lo que estaba ocurriendo.

¿Y qué se podría decir? Meramente quizá, que la mayoría de los niños, en algún
momento, se comportan con peligrosa carencia de cordura, pero que el motivo es que no
lo saben hacer mejor. Y que aquella Pierrette era una analogía de lo que Etiens se habría imaginado en su sueño enfebrecido, con un charco de luz lunar caído a través de la sucia ventana. Y luego, que France habría sufrido una alucinación provocada por la borrachera de terror —suponiendo que hubiese llegado a ver aquello que se ha descrito; no hay ninguna prueba de ello—. Quizá sólo vio a Clairesse, con el cuchillo robado entre las manos. Era un asesinato grotesco, un crimen pasional. Eso era suficiente. En cuanto a Armand, el poeta, habría percibido una sombra entre la neblina al final del puente, una sombra de malnutrición, de tormento interno, y de falta de autoconfianza. Y por unos instantes tuvo la posibilidad de verla de nuevo, al igual que en esas circunstancias hubiese podido ver cualquier cosa: torrentes llenos de joyas que fluían, inextinguibles, profundos, terribles, y poblando los contornos de su propio naufragio.

La Mort, La Voleuse, La Tueuse. El truco, el arma violenta. Luego el tercer significado de la destrucción, la seductora muerte que visita a los poetas en su irresistible y despreocupado silencio, con los pétalos de las flores azules o de las alas azules de insectos empastadas sobre los párpados. Y observad vuestras carnes, también, que unidas a la mía,jamás decaerán. Y será verdad, pues las carnes de Armand, transformadas en papel escrito a través de las palabras, permanecerán mientras el hombre sepa leer.

Pensado lo cual se separó de la ventana. Preparó cuidadosamente el opio que
difuminaría la barrera metálica que ya no le podría abocar nunca más hacia los
pensamientos de soledad o de vino. Cuando la droga empezó a cobrar vida dentro del
vaso, por unos instantes vio una muchacha ahogada flotando ahí. Su pelo se contorneaba con el humo... Mucho más lejos, en otro universo, el reloj de Notre Dame aux Luminères sonó por dos veces.

Tras unos instantes, abrió la puerta y miró el pasillo exterior. Allí, en el vacío de la oscuridad, la percibió; y apartó, dándole la bienvenida a su habitación con irónica cortesía, sus huesos.

Ella era aún más bella. Ahora la pudo observar con detenimiento, mejor que cuando
la viera al final del puente.
La piel era tan suave que a través de ella pudo presentir su tibieza y ternura radiando con suavidad floreciente. Sus ojos estaban misteriosamente sombreados, y cuando deslizó su capa pudo contemplar las frías flores azuladas sobre su pecho y el ceñido corpiño en el que La Danse Macabre había sido representada en un bordado de seda negra.
Ella se detuvo ante él con una sonrisa, y él, su mano moviéndose con vida propia,
como poseído, empezó a escribir.

La Séductrice era su muerte. La droga lo consumiría en un año, tras haber destruido su cerebro, su sistema nervioso y su médula. Pero su espíritu permanecería tras él, en las palabras que había empezado a hallar. La vida no nos ha sido dada para vivir ignorándola, pero tampoco es vida el vivir exclusivamente por amor a la vida. A eso que grita con fuerza en nuestro interior debe serle permitido exteriorizarse. O así se lo parecía a él, lejanamente, mientras las marinas del opio lo envolvían y las cavernas de estrellas, junto con ciudades de torres cristalinas, se elevaban más allá de los cielos.


Ella es tres: Ladrona, Carnicera, Seductora. No trates de buscarla más allá. Ella está muy cerca de tí, en las hojas secas volando, en las nubes cruzando ante la luna, en ese dulce sonido tras tu oreja, en el aroma de la tierra, en el susurro de un vestido. Si tiene que ser tuya, ella vendrá a ti.

Al otro lado del río, el reloj sonó de nuevo.

Un, deux, trois.




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